Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 2 de mayo de 2010 Num: 791

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

No hay Juan sino Juanes
LUIS GARCÍA MONTERO

Nombrar con nombre imposible
DANIEL FREIDEMBERG

Los fantasmas con un sollozo mudo
EDUARDO HURTADO

Juan Gelman o “Los hielos de la furia”
VÍCTOR RODRÍGUEZ NÚÑEZ

Don Juan Gelman
ENZIA VERDUCHI

Juan Gelman: palabra de hombre
JOSÉ ÁNGEL LEYVA

Juan Gelman, su poética
JUAN MANUEL ROCA

Un poeta metido en el baile
JORGE BOCCANERA

Tres poemas inéditos de Juan Gelman

Juan Gelman: del poeta, de la tragedia y la esperanza
JUAN RAMÓN DE LA FUENTE

La Vibración del poema
RICARDO VENEGAS entrevista con MARIO CALDERÓN

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Poema
HJALMAR FLAX

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Javier Sicilia

Rafael López Castro, la presencia en la fugacidad

Nadie sabe cómo era el rostro de Cristo. Los Evangelios no lo describen y, sin embargo, no ha habido rostro en la historia de la iconografía que se haya reproducido más. Desde los primeros iconos bizantinos –que, después del triunfo de la querella iconoclasta de la primera cristiandad, decidió pintar sólo al Cristo glorioso–, hasta las formas más extrañas y desproporcionadas de las artes modernas –herederas de los pintores de la alta Edad Media que por vez primera pintaron su pasión–, el rostro de Cristo nos ha acompañado a lo largo de dos milenios. Distinto siempre, su rostro guarda, sin embargo, una doble característica: la que le atribuyó la imaginería de cara al mundo hebreo antiguo: pelo largo, túnica y barba, y la que cada autor interpreta mirando, como decía Leonardo, su propia alma.

Subir al madero, de Rafael López Castro –una edición de tiraje limitado hecha por el propio autor– no es propiamente un libro que pinta el rostro de Cristo, sino un libro que, a través del ojo de un sistema o de una cámara llamada digital, registra un sinnúmero de rostros que a lo largo de los siglos han sido esculpidos por diversos artistas de México y que se encuentran, como presencias de su misterio, en diversos templos del país.

Lejos de la “Saeta” de Antonio Machado –mientras el poeta sevillano quiere “subir al madero/ para quitarle los clavos/ a Jesús el Nazareno”, el fotógrafo jalisciense sube al madero para mirarlo mejor, para contemplarlo en toda su dolorosa presencia–, pero lejos también de la fotografía que registra la inmovilidad del instante, López Castro toma su cámara digital –que, repito, no es una cámara, sino un sistema complejo– y utilizándola es sus inmensas posibilidades artísticas, nos presenta algo sorprendente: no el rostro inmóvil de Cristo en la cruz, el gesto, detenido en el tiempo, que contiene en su asombrosa paradoja todo el horror del mal y el esplendor del amor y de la redención, sino su presencia en la fugacidad o su fugacidad en la presencia de un tiempo vertiginoso.


Se aparece en todas partes, serigrafía

Mediante su escritura de luz –es lo que quiere decir fotografía–, López Castro nos habla de una época en donde el relámpago virtual de la tecnología ha velado el rostro de Cristo, pero, a su vez, de un hombre que, enamorado en su fe y enclavado en ella, descubre y nos descubre bajo ese velo una línea, un rasgo, un destello de su maravillosa presencia.

Con esa grafía luminosa, el fotógrafo declara que, a pesar de la velocidad, de los pixeles reventados, de la técnica que oculta lo real en un inmenso proceso de dispositivos; a pesar de la imposibilidad de fijar nada en el tiempo y de la lenta degradación de la memoria cultural, el rostro del crucificado está allí, con nosotros, de una manera aún más dolorosa, hasta el final de los tiempos.

Al ver la grafía de Subir al madero no puedo dejar de sentir que vivimos una época en las que las mediaciones, es decir, las metáforas con las que las culturas preservaban la encarnación del misterio para hacérnoslo visible y cercano, se han perdido, y que nuestra fe debe vivir de esos destellos, de esos vestigios que una mirada contemplativa sabe descubrir en la oscuridad de un mundo que enterró lo real bajo la luminosa pantalla de sus interpretaciones y de sus veloces artefactos.

Quizás estos versos que escribí hace tiempo sobre la Encarnación, y que se encuentran en un libro titulado Lectio, sean una manera poética de decir lo que el profundo arte de López Castro me sugiere: “Así bajamos con la pura linterna de la fe/ –nuestro ángel, nuestro solo anuncio en medio de la noche–,/ con un traje de buceo cada día más viejo/ y un transmisor de radio casi inservible,/ con la pura fe,/ alimentada por los vestigios de una historia que documentamos y fuimos desechando/ –señales de mar para quien sabe ver en el sombrío océano–,/ y con el peso de la gracia acumulada a lo largo de los siglos legados a nosotros/ cuando los dioses bajaban/ y los ángeles frecuentaban a los hombres/ hasta que/ –cada vez menos terribles en su aspecto–/ se fueron de la tierra y nos dejaron con una fina y decantada perla.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.