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Pulsos vs. determinaciones
Jorge Vargas Bohórquez
La historia personal de algunos hombres está marcada por lo que se han jugado para no dejar morir sus convicciones más antiguas en los nevados atrios de su soledad andina o mesoamericana. Hay poca diferencia entre un indígena urbanizado en fuga de su tradición, y un utópico cultista de izquierda; el paso del tiempo y la ausencia de un poder definitivo en su seno los hermana. Los valores y las virtudes tarde o temprano se negocian para conservar el Seiko que heredaron del abuelo, el rosario que les regala en su agonía la tía más atormentada, cariños que al menos se sostengan con las amantes, con los hijos, voltear los libros boca abajo para que no les hablen de increíbles corduras. Aprenden a sosegar sus enormes deseos de escribir y de matar, que poco a poco se fueron adormilando bajo esa letanía en poncho que los sigue adonde vayan, de esos paraísos socialistas que los sensatos del sí mismo jamás compartieron. Luego les dicen que por qué están siempre melancólicos, nostálgicos, heridos; que por qué no sonríen a esta vida que es maravillosa; que el rostro de caverna de un perro muriendo de hambre en algún boulevard de barrio bajo no los debe remitir a la faz de Cristo, “¿Señor, por qué me has abandonado?”, sino a la de un animal con la estadística en su contra, que por azar no es ballena o algún pájaro en extinción.
Ilustración: pescadorxxx.blogspot.com |
Se les ha reclamado, incluso, que les faltó disciplina para soñar, para redimensionar el sueño hacia virtudes personales. Que por qué traen siempre esa cara de amarga reserva si Nokia hace tan buenos celulares. Bueno, sí, es posible que exageren sus lamentos, total, sólo perdieron la posibilidad de darle desenlace propio y no salvaje a la eterna batalla entre libertad y destino y, claro, poderle decir al Diablo o a Dios: “Estas ruinas que ves las laboré yo, las pulí a gusto y conforme. Heredé el valor de los que iban por todo, a recuperar el paraíso y su arco, no sólo su sexo y su vino. Soy el hijo decidido de la continuidad. Aunque he fracasado, estamos a mano.”
Pero no, en general no podrán hacer eso en el ajuste de cuentas final; hay siempre un hijo de puta en Alemania, Miami o en un campo de golf improvisado cerca del estero Guayas o de Santa Cruz que decide qué comerán esta noche repetida. Bolívar o Sucre, al lado de Habermas o Rorty, ya no parecen libertarios tan luciérnagos. Marx, en lo básico, con su inintencional ternura solidaria, tenía toda la razón, pero el de izquierda no sostiene ya el mismo énfasis para creer en él. Sabe muy bien que para ello se necesita una voluntad que se relaciona inmediatamente con el cambio, o con su promesa manipulable, perseverancia. Los místicos son valientes, humildes; hablo de los verdaderos y doctrinarios; en cambio, los mortales que sólo funcionan con ideas y pasados sólo serán los herederos de un desencanto con su clave y amuleto, de una identidad brumosa, convertida en cachondeo por esos banqueros y funcionarios lampreas y ladinos cagasueños ajenos.
Nuestros dos hombres han confirmado, sin alegría, que el problema de las utopías sociales que nunca aterrizaron no es teórico, no es de método, es un ajedrez de fuerzas tan concreto como la batalla de Tarqui, de Ayacucho o de Puebla; no de sistemas, aunque haya algo de hedonismo natural en la tentación de luchar contra el más fuerte.
Iban a matar a Pinochet, a Videla, a Trujillo. La relación con el poder no era foucaultiana, era concreta, palpable; exiliarían a los Bucaram a Siberia o el Sahara con todo y sus filosofías del gordo más fuerte. Estaban convencidos, mucho después fueron haciendo de la prudencia su sí mismo.
El de izquierda y el que iba a ser liberado se encuentran cualquier tarde en una esquina de Quito o de Ciudad de México, se tropiezan en algún mercado o plaza para viejos, alguno se amolda en dejo de disculpa su sombrero andino o de domingo de toros y continúa ensimismado. Ambos intuyen que ahora deben pasar a la siguiente fase: medir el tiempo que les tomará adaptar paisajes infinitos a rostros con nombres y apellidos. No, así la vida no es maravillosa, sólo es constante, constante.
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