Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de febrero de 2010 Num: 782

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Amor indocumentado
FEBRONIO ZATARAIN

Nocturnos
DIMITRIS PAPADITSAS

Pulsos vs. determinaciones
JORGE VARGAS BOHÓRQUEZ

Chile: crónica desde los márgenes accidentados
ROSSANA CASSIGOLI

Escribir con zapatos
ANA GARCÍA BERGUA

Incansables ochenta años
ADRIANA CORTÉS entrevista con MARGO GLANTZ

Teolinca Escobedo: arte y corazón
AMALIA RIVERA

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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Enrique López Aguilar
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Dulces

Me llama la atención el hecho de que el lenguaje humano sea rico para expresar ciertas situaciones sensoriales como las de la vista y el tacto, pero que sea precario para describir las del olfato y el gusto. No es fácil describir el color verde, pero la sugerencia de los sabores parece reductible a cinco términos básicos: “dulce”, “salado”, “ácido”, “amargo”, “insípido”. Léanse, si no, las descripciones de los catadores: “Este vino (o cerveza, o whisky) sabe floral al ingresar en la boca, a miel con especias herbáceas en la lengua, y a pimienta punzante con matices de frutas silvestres en el paladar.” Además de que no resulta sencillo coincidir con el cartógrafo de los sabores (desde el territorio de la boca-lengua-paladar hasta el encuentro con las flores-miel para concluir con las hierbas de olor-pimienta-frutas silvestres), hay ciertos elementos redundantes: ¿qué es un sabor floral?, ¿a qué sabe la miel mezclada con albahaca y cilantro?, ¿cómo pica la pimienta mezclada con frutas como la fresa y la zarzamora? Nada de eso es un misterio para quien lo ha probado, pero es indispensable haberlo hecho para entender ciertas condiciones del lenguaje autorreferencial: la manzana sabe a manzana.

El dulce sabe dulce. Como en el caso de los demás sabores, se trata de un “descubrimiento” antiguo: es un sabor que se encuentra en cosas naturales como en flores y miel, por lo que se hermana con lo salado, que se halla en el cuerpo y en el mar. Sin embargo, una cosa es que el betabel y la caña “de azúcar” sepan dulces, y otra es que el ser humano sepa tomar la esencia de esas cosas para transformarlas en otros objetos “dulces”, como si fuera una abeja que extrajera el néctar de las flores para metamorfosearlo en miel, o un ingenio que convirtiera la caña en azúcar.

“Miel virgen destilan/ tus labios, esposa./ Hay miel y leche/ debajo de tu lengua”, dice el Esposo a la Esposa, a quien besa (con beso anacrónicamente francés), en Cantar de los cantares 4, 11, dentro de una cadena de alusiones olfativas y gustativas que supera la monótona descripción de algunos críticos modernos de la enología: ella sabe y huele a granados, nardo, azafrán, caña, canela, incienso, mirra, áloe, agua: “huerto sellado, fuente sellada”. Será por eso que, en el lenguaje coloquial mexicano, a una persona atractiva del otro sexo se le dice bizcocho: dulce.

Cometeré el atrevimiento de recordar que la panocha era el residuo dulcísimo y húmedo, chicloso, que restaba de las sucesivas refinaciones de la caña de azúcar en los ingenios azucareros: después del azúcar blanca y la morena, esa decantación se vendía a la gente pobre, como una especie de pastel. Por algo, como en Cantar de los cantares, habrá pasado del lenguaje de los sabores al lenguaje sexual.

El sabor dulce parece propio del entorno de los niños (quienes lo aprovechan porque la vocación infantil es la del crecimiento en todos los órdenes de la vida; el azúcar, como se sabe, es energetizante: nadie dispendia más energía que ellos, como lo supo ver Juan José Arreola en su de lirante relato “Baby H. P.”). Es un error de percepción: los adultos simulamos que los niños son dulceros para disfrazar nuestra oscura propensión por lo mismo. Salvo alcoholismos, diabetes, dietas extenuantes, pancreatitis y enfermedades similares, los adultos tendemos al dulce como nuestros hijos.

Ejemplos al canto y numerosos, donde todos comen: los dulces tradicionales mexicanos (desde calaveras de azúcar hasta los macarrones de leche) expendidos en todo lugar, aunque resulten deliciosos los ofrecidos bajo la firma de la Dulcería Celaya, en Ciudad de México; no se olviden los pies de queso elaborados por La Mariposa, en Querétaro; ni la espeluznante diversidad de dulces y jugos que se dispendia desde el Bazar de las Especias hacia toda Turquía (recomiendo lo ofrecido en el restaurante Imaret, anexo a la mezquita de Solimán, el Magnífico, en el barrio del Bazar); ni los ingentes paste les austrohúngaros con toda combinación frutal (incluida la del trópico), cremosa y chocolatera imaginable, dispuestos para tentaciones innobles en la pastelería Gerbaud, en Budapest; ni ciertas trufas californianas rellenas de frutas y licores, vendidas lujuriosamente en el sótano de Macey's, en Nueva York; ni los helados y combinaciones de nieves servidos en Roxy's y Chiandoni, en Ciudad de México; más lo que no menciono, por falta de espacio; más lo que ignoro.

No se culpe a los niños: no son los únicos dulceros y son dulces, como los ángeles. Malditos para siempre quienes los maltratan.