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Los testigos declararon
ORLANDO ORTÍZ
Tres poemas
SARANDOS PAVLEAS
Berlín, ciudad abierta
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La calle era una fiesta
YURI GÁRATE
Ossis, Wessis y döner kebab
CUINI AMELIO ORTIZ
La ciudad que más cerca queda de Berlín
LUIS FAYAD
Todo pasaba tan rápido
LUIS PULIDO RITTER
Hombre mirando al este
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9/XI/1989: Berlín se me hizo cuento
RICARDO BADA
Lo Increible había pasado
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Juan Domingo Argüelles
Mito y realidad
En relación con nuestras certezas culturales, que muchas veces se tornan dogmas laico-religiosos –con el objeto libro como tótem y con su contenido como la Voz de Dios–, es importante admitir que sin cierto sentido de lo sagrado y de lo sublime, hay cosas que no podríamos comprender del todo. Hay algo profundamente hermoso que se pierden los que sólo pueden leer prosaica o académicamente a Dante, San Juan de la Cruz , Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de León, El libro de Job o El cantar de los cantares, etcétera.
En su ensayo Del conocimiento poético, Jacques Maritain afirma que “poesía es ontología, sí, y aun, según la vigorosa expresión de Boccaccio, poesía es teología”, porque el poema y, en general, la creación escrita, “nacen en el alma desde las fuentes misteriosas del ser”. Por ello, no es extraño que, desde sus orígenes, la poesía se haya confundido con la metafísica, con la moral y aun con la santidad. En su carta a Georges Izambard (15 de mayo de 1871), Arthur Rimbaud sentenciaba: “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos.” La poesía es, así, una “experiencia mística”.
Sin embargo, cuando esta noción sacra se torna exceso, absoluto, experiencia mística sin relatividades comunes y aun triviales, todo se vuelve sermón y santurronería, ridiculez y superficialidad que juegan a la profundidad religiosa sin alcanzarla jamás; afectación y cursilería beata que evaden la realidad y se quedan con la cáscara de lo divino en su intento por cerrar los ojos ante lo doméstico y pedestre.
Lobo Antúnez |
Si la poesía, el arte y la creación en general cobran sentido para el ser humano es por su vínculo con la realidad, aun en el caso de que sean magníficos (por intermitentes) medios de evasión. Los libros, en particular, nos sacan de la realidad para luego adentrarnos más profundamente en ella. De otro modo, constituyen una droga tan nociva como cualquier otra. Los que hablan todo el tiempo únicamente de literatura y poesía, como si éstas fueran emanaciones de la divinidad, no tienen idea de lo que están hechos los libros: de la vulgar realidad sublimada que, de una u otra forma, nos sumerge en las aguas amnióticas de lo doméstico.
En otras palabras, no hay que olvidar que los libros más sublimes y las creaciones más fantásticas, imaginativas y mitológicas están hechas de una sustancia prosaica que se llama realidad. Es un lugar común decirlo, pero hay que recurrir a él para que las cosas se entiendan claramente: todos nuestros orígenes son sucios: la azucena nace entre el limo o el estiércol; las aguas cristalinas de un remanso recorrieron mucho camino en la forma de un impetuoso río lleno de lodo; lo mismo hombres ilustres que anodinos emergieron entre las sangres puerperales. Asimismo, los poemas más hermosos, que parecen dictados por Dios, por la Diosa o por los dioses (que a eso se llama inspiración), no son otra cosa que productos de la sublimación más doméstica.
Por ello, António Lobo Antunes nos vuelve a la realidad del modo más preciso cuando nos recuerda que, más allá del gozo de la poesía y la historia, la Odisea, de Homero, se puede resumir en una sola frase: “Mi mujer me está esperando”; una sola frase que es la que le da sentido al periplo de Ulises. Y ya desde los últimos años antes de Cristo y los primeros de nuestra era, en uno de los priapeos de la literatura latina (epigramas erótico-burlescos relacionados con los ritos agrícolas), el anónimo autor nos sitúa en el mundo real, más allá de los sublimes mitos homéricos, y le dice al lector: “Si te parece que por ser del campo digo alto paleto, perdóname. No me dedico a los libros, sino a la fruta, pero, inculto como soy, me he visto obligado muchas veces a escuchar aquí las lecturas de mi amo y he aprendido el vocabulario homérico [...] Y si la verga troyana no hubiese gustado al coño la cedemonio, Homero no habría tenido tema que contar.”
Nadie, ni siquiera un docto y solemne investigador universitario de las letras grecolatinas, podría negar esto, pero es obvio que lo expresado de forma tan directa por el epigrama podría herir el sentimiento religioso con que frecuentemente se lee a Homero sin reparar en el hecho de que, ciertamente, sin el entendimiento carnal de Helena y Paris, nadie estaría hablando hoy, con tanta veneración, ni de Homero ni de la Ilíada y la Odisea. Lo importante, incluso en la lectura de ficción, es no perder el sentido de la realidad, ese sentido que tan a menudo extravían los mitómanos y fantasiosos.
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