Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Se acabó el crédito

D

e unos meses para acá el teléfono suena a cada rato, en especial los sábados y los domingos. Ha de ser porque a los paisanos que viven en Estados Unidos les pesa más la soledad en esos días. A todos los reconozco por la voz y les pregunto cómo están. No me oyen. Les urge que los comunique con sus padres ancianos, con sus mujeres, con los hijos que dejaron acá.

Ellos saben tan bien como yo cuánto tiempo pueden tardar sus parientes en salir de los ranchos y presentarse en mi tienda para contestarles, así que prometen comunicarse de nuevo en 15 o 20 minutos.

Cito a las personas a través del altavoz, pero ninguna aparece. Cuando los hombres vuelven a marcarme y les digo que no hay quien les tome la llamada siento que me odian, como si yo tuviera la culpa de que ninguno de su familia haya aparecido. Me piden que insista y para asegurarse de que lo hago, en vez de interrumpir la comunicación, se quedan en el teléfono, gastando su dinero inútilmente, para oírme gritar los nombres de sus seres queridos. Eso los tranquiliza y entonces sí cuelgan.

A los pocos minutos oigo de nuevo el teléfono. Me dan ganas de no contestar para no tener que decirles a mis paisanos que otra vez nadie vino. Me parece que se muerden los labios y se guardan las ansias de llorar. Siento horrible y aunque vaya a costarme la llamada, les hago plática.

Sé que no les interesa lo que les cuento. Si me escuchan es para oír las campanas, los ladridos de los perros o los gritos de los niños que han convertido el atrio en cancha de futbol. De ese modo los ausentes se hacen las ilusiones de que están aquí, en el pueblo del que salieron huyendo por falta de trabajo y de futuro.

Ya para despedirme les pregunto si quieren dejar algún recado para su gente o un teléfono en donde ellas puedan localizarlos. Como mis paisanos hoy más que nunca tienen miedo de que la migra los encuentre, me responden que prefieren ser ellos quienes se comuniquen para acá.

II

Si hace un año me hubieran dicho que iban a cambiar tanto las cosas, no lo habría creído. Cómo, si en aquel tiempo no me daba abasto para atender a tantísimas mujeres que venían sin que tuviera que llamarlas.

Desde las ocho de la mañana empezaban a aparecerse. Las que no cabían en la tienda iban a sentarse en la banqueta sin importarles el sol, la lluvia, las tolvaneras. Todas querían estar cerca para contestarles a sus maridos, a sus hijos o a sus hermanos en el momento en que ellos les hablaran desde algún pueblo o alguna ciudad de Estados Unidos.

La que recibía llamada se enconchaba sobre el teléfono para que no oyéramos la plática. Esa precaución era inútil porque este local es muy pequeño. A querer o no oíamos los comentarios, las despedidas. Eran largas y terminaban en súplicas: Anselmo: mándanos un poquito de dinero y tu retrato. Luis: no dejes de llamarme. Claudio: vuelve pronto. Leopoldo: no te olvides de nosotros. Miguel: ¿cuándo me voy para allá contigo?

En cuanto la afortunada colgaba el teléfono, sus amigas iban a rodearla para hacerle preguntas. A veces la única respuesta eran sus lágrimas, o bien comentarios chistosos que nos causaban risa. Ya fuera por tristeza o por alegría, nunca faltaba una que propusiera tomarse una cerveza, luego otra y así hasta que terminaban bebidas, llorando en silencio, en espera de que el teléfono sonara.

A veces daban las ocho sin que lo oyéramos. Les decía a las mujeres que era el momento de cerrar mi tienda, pero Elisa, la que menos llamadas había recibido, me suplicaba que la dejara quedarse unos minutos más para dar tiempo a que Cosme le hablara. Sus amigas se quedaban para hacerle compañía, pero al ver el teléfono silencioso todas acababan por despedirse de mí.

Desde la tienda las veía alejarse, cada una por su lado, ebrias, llorosas, desmoralizadas. A la mañana siguiente regresaban para ocupar sus mismos puestos y sostenerse en la esperanza de que ese día sí iban a recibir noticias de sus padres, de sus hermanos, de sus maridos.

Cuando pasaba mucho tiempo sin que ellos las llamaran o les mandaran dinero, las mujeres caían en sospechas. Juraban odiar a los traidores y prometían vengarse en cuanto los tuvieran cerca. Su enojo se transformaba en dulzura apenas oían el timbre del teléfono.

Cada día sonó menos. Las remesas también se espaciaron y las mujeres tuvieron que irse a trabajar a las maquiladoras de los pueblos vecinos. Excepto sábados y domingos, el nuestro se queda vacío desde el amanecer hasta la tarde, hora en que las mujeres vuelven deshechas de cansancio, sin fuerzas para detenerse en mi tienda y preguntarme si las han llamado.

III

Leí mi registro y sí es verdad: los paisanos que viven allá este año han llamado más que otros, sobre todo sábados y domingos. Creí que lo hacían para sentirse menos solos. El motivo es otro. Lo supe anoche.

Pasaban de las 10 cuando sonó el teléfono. Decidí que no iba a atenderlo, pero luego se me ocurrió que podía tratarse de una emergencia y contesté. Me dio gusto cuando reconocí la voz de Cosme. Hacía tiempo que no se comunicaba para acá. Le dije que era muy tarde y que a esas horas sería imposible que Elisa, su mujer, viniera desde su casa hasta mi tienda.

Sentí que él también se mordía los labios para no soltarse llorando. Por animarlo le hice conversación y le conté la única novedad en el pueblo: las mujeres están trabajando en las maquiladoras. Elisa también. No ganan mucho, pero al menos tienen para lo más indispensable.

Creí que iba a alegrarse al saberlo. En vez de eso, Cosme se soltó llorando. No me atreví a decirle nada, dejé que se desahogara hasta que pudo hablar: Todos andamos mal. Aquí en Oregon ya no hay trabajo y como que la gente nos ha perdido la confianza. Necesitamos que las mujeres nos ayuden y nos manden dinero.

Entonces comprendí el motivo de tantas llamadas. No se lo dije a Cosme, pero le repetí que las mujeres ganaban muy poco y para ellas iba a ser imposible mandarles con que sostenerse allá donde, según me habían dicho, la vida es tan cara.

Celso pegó un grito: ¿quién le dijo que necesitamos dinero para quedarnos acá? Lo que queremos es que nos manden para comprarnos el boleto de regreso. No es mucho, ellas tienen trabajo, pueden juntarlo. Le recordé que, como bien sabe, en el pueblo no hay en qué ocuparse y de paso le informé que en las maquiladoras sólo están contratando mujeres.

Me partió el alma oír cómo lloraba y le prometí que en la mañana, cuando Elisa pasara rumbo a la terminal de los camiones, le daría su recado. Me lo agradeció y me pidió otro favor: no puedo esperarme hasta mañana. Llame a Elisa por el altavoz. Necesito explicarle que si no me comuniqué con ella fue porque me daba vergüenza decirle que resultaron inútiles todos los sacrificios que hicimos para que yo pudiera venirme a Estados Unidos. Ha de tenerme rencor y lo entiendo. Por eso me urge hablar con ella, para que me perdone. No quiero que por vengarse de mí vaya a negarme el dinero que necesito para regresarme al pueblo. No será mucho: nada más lo del camión.

Comprendía su ansia, pero a esas horas resultaba hasta peligroso que Elisa viniera a mi tienda. Se lo dije y de nuevo le prometí que en la mañana tempranito le daría el mensaje a su mujer. Me despedí, pero él me pidió que nos quedáramos hablando otro poquito ya que aún le quedaba un poco de dinero en la tarjeta. ¿Hablar? ¿Como de qué? De cualquier cosa, de lo que sea. ¿Hace frío? Le dije que sí, como siempre en octubre, y le inventé un cielo estrellado y con luna.

Al fin se le acabó la tarjeta. Por no dejar me acerqué al altavoz y grité: Elisa, tienes llamada. Como siempre, sólo me respondió el silencio.