Sociedad y Justicia
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Siempre es tarde

Mar de Historias
A

yer al abrir la ventana volví a ver a Sandra después de cuatro años. No pensé en su tragedia, sólo en que había engordado mucho. Imaginé las posibles razones de un cambio drástico: desde una enfermedad hasta una nueva vida. Al cabo de 20 años de espera tal vez hubiera comprendido que el mundo no se había terminado la mañana en que su hija Perla desapareció. Aquel día, l9 de septiembre, yo también vi por última vez a la niña.

II

Eran las siete de la mañana. Como siempre a esa hora mi esposo y yo íbamos a recoger nuestro vochito a una pensión que estaba a una cuadra de la casa. Con tal de ahorrarnos tiempo y dinero en mi pasaje, Enrique me llevaba hasta el Toreo. De allí él se iba a la llantera y yo a tomar el autobús a Cuautitlán.

Ese día encontramos la puerta de la pensión cerrada y mi esposo se enfureció: Margarito, ¡abra! Pasan de las siete. Por su culpa vamos a llegar tarde al trabajo. El velador dijo algo acerca de sus llaves. ¡No puede ser! ¿Otra vez las perdió? Sabíamos la respuesta. Enrique corrió hacia la avenida en busca de una combi o un taxi. Lo seguí, pero él me detuvo: Mejor espérate a que Margarito te entregue las llaves. Adviértele que no vuelvo a encargarle el coche. Mañana mismo busco otro sitio en dónde guardarlo.

Sabía que era inútil discutir. Al regresar a la pensión vi a Perla sentada en la banqueta con su gran mochila en el piso. Me extrañó encontrarla sola. Al acercarme noté que la niña había llorado y le pregunté si su mamá estaba enferma. No. Se regresó a la casa por mi torta. Se me olvidó y ella se puso muy enojada porque vamos a llegar tarde a la escuela y las otras señoras van a decir cosas.

Imaginé la preocupación de Sandra por evitarle a su hija el peso de nuevas críticas. Ya bastante tenía la niña con que en el barrio los vecinos hablaran mal de ella y se refirieran a su padre como a un borracho irresponsable que había terminado por abandonarlas.

Perla se levantó y miró hacia la avenida Del Taller: mi mamá ya se está tardando mucho. Creo que no va a venir por mí porque no me quiere. Su preocupación me conmovió y procuré tranquilizarla: claro que sí, ella te adora. Ya verás que ahorita aparece. A ver, cuéntame, ¿qué tanto llevas en tu mochila? Se ve que está pesadísima. Abrió su morral y me mostró libros, cuadernos, su juego de geometría, su caja de colores. ¿Has hecho algún dibujo? La cara de Perla se iluminó: muchos. ¿Traes uno para que yo lo vea?

Perla sacó una cartulina en la que se veía una casa rodeada de árboles y entre ellos a una mujer de cabello rizado con una sonrisa que desbordaba el óvalo de su rostro. Es mi mamá cuando se ríe. Para haberlo hecho una niña de siete años el dibujo, aún inconcluso, era muy bueno: ¿ya se lo enseñaste a Sandra? Perla me respondió que no: quería regalárselo a su mamá para su cumpleaños, el ll de octubre. Pues apúrate a terminarlo para que se lo entregues a tiempo. Ya me imagino la cara que Sandra va a poner cuando lo vea.

Me hubiera gustado quedarme acompañando a la niña, pero recordé que antes de ir a mi trabajo debía volver a la pensión por las llaves. Al despedirme de Perla le hice prometerme que se quedaría allí hasta que llegara su madre. Ella afirmó con la cabeza.

Mientras me alejaba sentí que la niña seguía viéndome. Está asustada, pensé, y también, no sé por qué, sentí temor. Me dieron ganas de ofrecerle que me acompañara a la pensión porque desde allí podríamos ver a su mamá en cuanto llegara.

No le di importancia a mi corazonada. Si lo hubiera hecho tal vez las cosas habrían sido distintas: Perla sería una muchacha de 31 años. Tal vez lo sea, pero ¿dónde está?

III

Eso mismo se preguntaba Sandra a gritos mientras recorría las calles sacudidas por el terremoto, atestadas de gente que caminaba sobre vidrios y escombros con tal de reunirse con los suyos o sólo para huir de lo que parecía un infierno.

El temblor me sorprendió en el momento en que llegaba a la pensión. Me recuerdo pegada a la reja, aturdida por el estruendo de las paredes al desplomarse, los vidrios estrellándose, los cláxones, las sirenas, las campanas, los gemidos, los rezos, las peticiones de auxilio, las preguntas. Eran tantas que se me confunden y sólo recuerdo la que Sandra me hizo: no encuentro a Perla por ningún lado. ¿La has visto? Tenía urgencia de comunicarme con Enrique para decirle que yo estaba bien y el edificio seguía en pie. Así que apenas me detuve para decirle que había visto a su niña sentada en la banqueta frente a la papelería.

Sandra empezó a temblar y a jalarse los cabellos: ya fui y no está. ¿Adónde crees que se haya ido? Le aconsejé que regresara a su casa, porque de seguro la niña estaría esperándola, mientras yo buscaba un teléfono para hablarles a Enrique y a mis papás. No fue fácil lograrlo. En muchas partes las comunicaciones habían quedado interrumpidas y en los pocos teléfonos que aún funcionaban las colas eran inmensas.

Cuando al fin establecí contacto con Enrique me pidió que regresara a la casa a esperarlo. Al cruzar la avenida vi a Sandra. Le pregunté por su hija y sólo me respondió que no quedaba nada del edificio donde ellas vivían en un cuartito de azotea. Dele gracias a Dios de que hayan salido antes del temblor. Se quedó callada: Enrique ya viene para acá. Con él podemos ir a buscar a Perla o a lo mejor no es necesario porque ella, más tranquila, vuelve para acá.

Hice mal en decírselo. Durante semanas Sandra permaneció en la banqueta, frente a la papelería, preguntándole a todo el mundo por su hija mientras la esperaba. Al fin un día desapareció. Pensé que no iba a volver a verla, pero al año siguiente, el l9 de septiembre, a las siete de la mañana, reapareció en el mismo sitio donde se celebra una misa. Cada vez me le acercaba con ánimo de saber de ella, de su vida, de consolarla. Sin responder a mis preguntas se me quedaba mirando como si no me conociera.

Sandra no asistió a la misa de 2005 –recuerdo la fecha porque ese año Enrique y yo cumplimos nuestras bodas de plata– y me sentí aliviada pensando que tal vez ella hubiera aceptado que había transcurrido mucho tiempo y ya era tarde para creer que Perla volvería.

IV

Este sábado, cuando vi a Sandra montando guardia frente al lugar donde estuvo la papelería y Perla desapareció, sentí muchos deseos de saludarla. No sabía si iba a reaccionar como en las ocasiones anteriores, pero decidí arriesgarme a un nuevo rechazo.

No contestó a mi saludo, pero tampoco se alejó. Le dije que me daba mucho gusto verla. Siguió igual. Me atreví a confesarle que nunca había olvidado a Perla. Su expresión se dulcificó y me animé a seguir hablando: su hija la adoraba. Tengo que decirle algo. La última vez que la vi ella me mostró un dibujo muy bonito. Era una casa con muchos árboles que la rodeaban a usted, muy linda, muy sonriente. Pensaba terminarlo para regalárselo el día de su cumpleaños.

Sandra me sorprendió con su pregunta: ¿terminarlo? ¿Qué le faltaba? Le respondí sin pensar: no sé, me imagino que algún adorno, detalles que pudieran agradarle a usted. Sus ojos se llenaron de lágrimas y en su cara se dibujó una gran sonrisa que a Perla le hubiera gustado ver.

Ignoro por qué pensé que le hubiera gustado. Tal vez Perla esté viva y a lo mejor hasta lee esta página. Sé que es casi imposible, pero si lo hace le agradará saber que su madre siempre viene a buscarla y sigue esperándola.