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El pueblo congregado en el Zócalo secundó la arenga patriótica a unos 50 metros de distancia

Al vitorear a los héroes, Calderón adelantó un año los festejos de 2010
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El presidente Felipe Calderón, la noche del pasado 15 de septiembre en el ZócaloFoto María Meléndrez Parada
 
Periódico La Jornada
Jueves 17 de septiembre de 2009, p. 7

Noche de Grito de Independencia. Cuestión de distancias, de paciencia. El Presidente arengó, adelantándose a 2010: ¡Viva el bicentenario de Independencia!, Viva el centenario de la Revolución.

Y la respuesta de los cientos de personas congregadas en el Zócalo se escuchó más lejos que de costumbre, ya no a 20 o 30 metros del balcón. Ahora la gente fue puesta a unos 50 metros, detrás de anillos de vallas y de un juego tecnológico que ofrecería regocijo con luz y sonido, virtual y ostentosos en tiempos de ahorro.

Entre los dos escenarios que siempre se dan para celebrar el Grito –adentro y afuera de Palacio Nacional– también había otro tipo de distancia. Afuera la lluvia scaía pertinaz e impertinente. Por eso, 15 minutos antes de las 11 de la noche, hora fijada para la celebración del ritual, la gente silbaba y hasta abucheaba, como para que todo fuera más rápido. La paciencia también se empapa.

Adentro, los funcionarios que prometen y piden austeridad para el año del shock fiscal escuchaban la lluvia en las salas ambientadas al estilo bar lounge y degustaban selectos entremeses mexicanos y coctelería.

El presidente Felipe Calderón, acompañado por su esposa Margarita Zavala y sus tres hijos, estuvo 15 minutos en el balcón. Igual los integrantes de su gabinete, quienes debajo de los toldos de las ventanas que los protegían de las inclemencias se veían pequeños y difusos. Cuestión de distancias.

Entre los últimos en asomar por ahí estuvo el secretario de Hacienda, Agustín Carstens, autor intelectual de la propuesta de alza de impuestos y de creación de nuevos gravámenes. El hombre pareció otear cauteloso el auditorio antes de mostrarse de lleno. Sobre el Zócalo se cernía una densa capa de humo pirotécnico, y a unos pasos de él (de Carstens) estaba el Presidente. Vio entonces que no había nada que temer e hizo una breve aparición.

El público había aguantado cuatro horas de aguacero y a un Adal Ramones que hasta el último momento se empeñó en resaltar la unidad y no la división. Impaciente, su auditorio respondió con un largo no cuando el comediante de Televisa les preguntó si querían otro monólogo.

La tolerancia de la gente fue puesta a prueba desde el momento que debieron pasar varios retenes para acudir al festejo en el Zócalo. A un año de las explosiones ocurridas en Morelia, entre el público se bromeaba con el tema y no faltó quien atribuyera el exceso de seguridad al nerviosismo del gobierno. El miedo lo tienen ellos, nosotros no, exclamó una mujer acompañada por su hijo de cuatro años, quien iba vestido de mariachi y no logró aproximarse más allá de la mitad de la plaza.

El que tuvo un lugar privilegiado en la verbena popular fue un grupo de jóvenes con impermeables azules y que al concluir la arenga presidencial trató de opacar la rechifla proveniente del fondo con gritos de ¡Fe-li-pe, Fe-li-pe! y con algunas estrofas de la canción México, de Timbiriche.

Detrás de los muros de palacio había otras barreras que dividían a los que recibieron invitación y boleto personalizado. En la entrada a la Casa del Museo de Juárez estaba el bar y frente a la efigie del hombre que representa la austeridad se servían margaritas de tamarindo, güisqui o tequila. Ahí, el banquero Héctor Rangel Domene, ahora director de Nafin y antaño invitado de rigor a los salones de arriba, le tocó hacer horas de antesala, como otros funcionarios de nivel medio, antes que el Estado Mayor Presidencial les autorizara el acceso al patio central. Esto ocurrió después del Grito y cuando el gabinete ya había bajado de los balcones.

Protegido por un redondel en torno a la fuente de Pegaso, Calderón saludó a sus invitados, entre los que se mezclaban artistas, diputados y senadores panistas, y la plana mayor de la alta burocracia, que se apretujaba enfrente como para ser vista cuando se ciernen recortes de nómina.

Ya ubicado en su asiento, a un lado de su esposa Margarita Zavala, había una barrera más para acercarse al mandatario. Rodeado de vallas de tela departió con deportistas como la nadadora Galia Moss, el futbolista Efraín Juárez y el cantautor Alex Sintex. A unas mesas de distancia se hallaba el círculo selecto de Los Pinos y del gabinete, en el que cupo el cardenal Norberto Rivera, que platicaba entusiasmado con el empresario Olegario Vázquez Raña.

Cerca de una hora después, con menor concurrencia, las vallas ya se habían retirado y el propio Presidente rompió filas.

Al ver que algunos, con cámara y celular en mano, dudaban en aproximarse a él, quizás porque ya se habían acostumbrado a la lógica de los cercos del Estado Mayor Presidencial, Calderón los llamaba con la mano y los animaba a que se tomaran la foto con él.

Cuando el Presidente dejó el Zócalo, las barreras de metal seguían ahí, ahora para el desfile. Cuestión de distancias. Cuestión de paciencia.