Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 6 de septiembre de 2009 Num: 757

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Poema de los treinta años
RODOLFO USIGLI

El Viaje Adolescente
RODOLFO USIGLI

Riesgo inminente
ROLANDO GÓMEZ

Figuras de un apocalipsis en las ruinas de Nueva York
THOMAS MERTON

El 9/11 ocho años después: la herida abierta
NAIEF YEHYA

El hambre en Nueva York
EDITH VILLANUEVA SILES

Columnas:
Galería
RAÚL OLVERA MIJARES

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
Núm. anteriores
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Verónica Murguía

La emergencia

Una de las características más desagradables del carácter nacional es la falta de disposición de muchos individuos para hacer algo en beneficio de todos. Esta característica es muy acusada y suele aparecer en la niñez. El “¿y yo por qué?” es una frase muy socorrida. Se suele acompañar de “no soy su gato” y babosadas afines. Cualquiera que tenga dos dedos de frente se dará cuenta de que revela una falta de civismo abominable.

El “y yo por qué” ha tenido, palabras más palabras menos, su momento presidencial en boca de Vicente Fox, en el ya célebre “¿y porqué a mí?” que podría ser, de su catálogo de burradas, la más significativa. Cuando la profirió tuve la ilusión momentánea de que alguien lo demandara por incumplimiento de contrato, pues el hombre demostraba que ni trabajaba, ni se merecía un peso del sueldo. Pero junto con esa especie de proclividad al deslinde, los mexicanos tenemos enormes reservas de paciencia. La combinación es pésima.

El “¿por qué yo?” está detrás de cada pañal hecho bolita que afea el arriate: “¿Por qué tengo que ser yo una ciudadana que se preocupe por la higiene y por no dejar la caca de mi hijo donde sea? Que lo recojan/limpien, otros.” En ese momento una minúscula victoria alegra el corazón de la señora cochina. Igual sucede en el alma bárbara de quien se pasa el alto: “ Que se frieguen y ábranla que lleva bala ¿por qué me voy a esperar a que aparezca la luz verde?”; de quien no le jala al excusado en el baño público, gesto inmundo que además obliga a otros a mirar lo que nadie más debe ver; de quien hace negocios ilegales: “¿Por qué debo abstenerme de destruir ecosistemas por dinero? Que se aguanten las generaciones venideras”; de quien, en fin, pasa sobre el derecho ajeno porque si no, se siente burlado.

¿Burlado por quién? Ahí está El laberinto de la soledad, de Octavio Paz para contestarlo: yo sospecho que es una especie de trauma histórico: los mexicanos hemos soportado tantas burlas, sobre todo de quienes nos gobiernan, que muchos sienten que cualquier momento es bueno para tomar revancha, así sea estacionándose en segunda fila. Pero esas revanchas no sirven de nada: no mejoran la vida del incivil que las ejecuta y mucho menos del pobre que se queda encerrado; son inútiles.

Pero en el asunto del agua, más nos valdría entender esto: quien la tira, la desperdicia y se ríe, se está metiendo en la misma camisa de once varas en la que ya están aprisionados los habitantes de muchos barrios capitalinos. El agua es de todos y el dueño de la alberca –no conozco a nadie en el DF que tenga alberca, pero que los hay, los hay– debería clausurarla si es de uso privado; todos deberíamos usar aceite en spray para que no tengamos que usar mil litros para arrancar medio kilo de chorizo requemado del sartén; deberíamos usar galopinas para limpiar los platos, champú de los que sirven al mismo tiempo como enjuague, ahorradores de agua en el fregadero y la regadera, regar de noche, no limpiar la acera con agua limpia, cerrarle, como decía el anuncio, mientras nos enjabonamos, tener una cubeta en la regadera para recolectar el agua que cae mientras esperamos a que se caliente, y por favor no medite sobre los problemas nacionales mientras se baña, porque eso es malgastar el agua en una ciudad que se muere de sed.

Si yo fuera Marcelo Ebrard, cobraría impuestos especiales a los dueños de los campos de golf, de residencias que tengan jardines grandes, a la gente, en fin, que gasta agua como si viviera en Finlandia. Me dejaría de playas artificiales y pistas de patinaje y usaría el agua que se desperdicia y me vale que me acusen de aguafiestas en estas diversiones, para equipar una flota de pipas que llevaran agua potable a Iztapalapa. Crearía una partida especial para que en el Poli y la UNAM inventaran plantas tratadoras portátiles y multaría con mil salarios mínimos a quienes tengan fugas y no las reporten.

Para quien crea que no es para tanto, una sugerencia: tome su teléfono o una cámara y vaya a un estadio de futbol. Después del partido, métase al baño y tómele una foto a cualquiera de los excusados: si alguna duda tenía, espero que la feísima visión que podrá mirar en la foto lo convenza. Si sigue desperdiciando el agua, así va a terminar el baño de su casa. Y no me salgan con “¿por qué yo?” Siempre habrá un salvaje que la desperdicie, pero mientras menos sean los inciviles, mejor. ¡Ya ciérrenle!