Opinión
Ver día anteriorViernes 8 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La crisis nuestra de cada día
E

ntre las personas de izquierda y los luchadores antisistémicos suele predominar la idea de que la crisis actual es una crisis de ellos, del capital y de los capitalistas, que tiene consecuencias dramáticas sobre el mundo del trabajo. Más difícil resulta aceptar que atravesamos, también, una crisis nuestra, de los modos y estrategias en que venimos comprendiendo el modo de dominación y las salidas posibles en un sentido emancipatorio.

Si nos apoyamos en una cierta lectura de Marx, podemos concluir que estamos ante una fenomomenal crisis de sobreproducción, ya que el capitalismo ha conseguido producir montañas de mercancías que no pueden ser adquiridas por la población, lo que sólo puede resolverse mediante la destrucción de las mercancías sobrantes y de los millones de puestos de trabajo que las producen. Este análisis pone en lugar destacado las leyes de la economía política, muy en particular la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, como centro de gravitación del declive de la acumulación de capital.

Si nos apoyamos en la lectura de Marx, podemos concluir que la crisis en curso se debe a una insuficiente su-bordinación del trabajo al capital, lo que lleva a éste a huir hacia otros espacios geográficos y buscar nuevas formas de acumulación, como la que David Harvey ha bautizado acumulación por desposesión, que incluye la sobredimensión del sistema financiero y el conjunto de recetas neoliberales que se aplicaron al influjo del Consenso de Washington. Esta lectura destaca el papel de la lucha de clases, tanto en la gestación como en la resolución de las crisis, a la que se considera como llave maestra del orden (y del caos) social.

No se trata de optar por uno o por otro énfasis. Ambos atraviesan de modo contradictorio la obra de Marx. Sin embargo, entre economistas, políticos y militantes suele predominar la primera mirada, positivista digamos, que tiende a priorizar la crisis como algo esencialmente ajeno cuyas consecuencias pagamos los de abajo. Ante nosotros se están acumulando algunas evidencias que nos deberían llevar a navegar por aquella definición de Marx que sostiene que la historia de todas las sociedades es la historia de la lucha de clases.

En las semanas recientes algunos destacados funcionarios del gobierno estadunidense y directores de multinacionales aseguran que hay síntomas de que la crisis ha tocado fondo o está en vías de ser superada. Las bolsas se están recuperando lentamente, el consumo en algunos rubros muestra síntomas de reactivación y ciertos sectores de la producción estarían levantando nuevamente vuelo. Sin embargo, las quiebras continúan, los déficits se profundizan y, sobre todo, las tasas de de-socupación no paran de crecer. Un sector nada despreciable de los de arriba se muestra optimista, y ese solo dato resulta preocupante, ya que revela que lo que ellos entienden por salir de la crisis es muy diferente a lo que sienten y aspiran los de abajo.

La crisis actual es una excelente oportunidad para reforzar la subodinación del trabajo, como viene procurando la clase dominante desde la enorme crisis del fordismo y el taylorismo de la década de 60.

En este punto, y por doloroso que sea, debemos reconocer que a más de un año de instalada la crisis, no han existido reacciones importantes de los trabajadores. Aunque es posible y deseable que ello suceda, no hay indicios fuertes que indiquen que esa tendencia se vaya a modificar. Sin potentes y continuos movimientos y levantamientos, el capital puede dormir tranquilo y conducir la crisis de modo que refuerce el punto central de sus objetivos de clase: una mayor domesticación del trabajo.

Aquí caben dos apreciaciones. Por un lado, la larga experiencia sindical no ha servido para reforzar las tendencias obreras a superar el capitalismo y, por el contrario, ha profundizado la aspiración a integrarse al sistema del modo más favorable posible. La impresión dominante es que no se trata siquiera de cambiar equipos dirigentes, ya que es la propia forma sindicato la que muestra límites consistentes. En este sentido, la experiencia latinoamericana, donde ninguna de las ya importantes luchas contra el neoliberalismo ha sido protagonizada por el movimiento sindical, puede servir de orientación. Los trabajadores se han levantado bajo otras identidades (como vecinos, inmigrantes, pobres, desocupados…), pero el eje de sus luchas no ha girado en torno al lugar de trabajo sólidamente dominado por la patronal.

La segunda cuestión se relaciona con el Estado y la democracia representativa. El grueso de las luchas conducidas por las izquierdas se enfoncan a demandas hacia los estados o por ganar espacios mediante la participación en procesos electorales, como viene haciendo la izquierda revolucionaria francesa con grandes expectativas de acumular votos y cargos públicos para continuar la lucha en mejores condiciones.

Ambas lógicas, la sindical y la estatista, están inspiradas en la acumulación de fuerzas, un concepto simétrico al de acumulación de capital, que en la historia de las luchas de los oprimidos ha mostrado enormes limitaciones en el camino hacia la emancipación. Podrían ponerse muchos más ejemplos (el concepto de organización, el papel de la toma del poder estatal, la relación entre local y global, las transiciones, etcétera) que ilustran que la mentada crisis no sólo es de ellos, sino también nuestra, del conjunto de tesis, formas de comprender la sociedad y de las prácticas acuñadas desde la revolución francesa.

No hay un camino trazado para salir de este laberinto, en gran medida porque sabemos que es más fácil salir del error que de la confusión. Lo único seguro es que sólo un amplio y multifacético conjunto de levantamientos, rebeliones e insurrecciones, a escala local y global, pueden permitir encontrar caminos necesariamente nuevos para hacer de la crisis una vía de superación del capitalismo. Lo demás habrá que reaprenderlo, porque en tiempos de confusión sistémica se impone crear nuevas formas de acción.