Coloquio Internacional sobre Simone de Beauvoir en París
Juan de Avila

Simone de Beauvoir, a los 50 años del existencialismo marxista
Francesca Gargallo

Las jóvenas y el Segundo Sexo: apenas nociones
Alejandra Ancheita


El activismo: una doble liberación
Elena Gallegos



Doble moral panista con iniciativa antiaborto
David Carrizales

Rechazaba cualquier noción de esencia femenina

Simone de Beauvoir, a cincuenta años del existencialismo marxista

Francesca Gargallo

Seis meses después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, Simone de Beauvoir publicó en 1949 El segundo sexo, un libro que en los sesenta se convertiría en la referencia obligada para iniciar o terminar cualquier debate sobre la condición femenina y hacia el cual, todavía en los ochenta, la mayor parte de las teóricas y críticas feministas se reconocían en deuda.
A la hora de su redacción, Simone de Beauvoir era la filósofa existencialista francesa, pero no era todavía una feminista, pues creía que los problemas de "la mujer" se resolverían automáticamente en el contexto de una sociedad socialista.
Sólo el interés desplegado en el análisis de la biología, de la psicología freudiana y del materialismo histórico como discursos ideológicos contemporáneos que mantienen la alteridad femenina como un absoluto ahistórico de inferioridad, y el minucioso detenerse en los mitos y en la historia de la humanidad desde la perspectiva de la injusticia implícita en las dificultades legales y religiosas para que las mujeres concilien su vida familiar con un papel en la vida pública, llevó a Simone de Beauvoir a leer e interesarse en los escritos de otras mujeres, o sea a dialogar con ellas: primer indispensable paso hacia la interlocución que está en la base del feminismo. A finales del segundo volumen, dedicado a las experiencias femeninas, ya no se percibe la irritación que la filósofa experimentó al tener que escribir un libro sobre las mujeres, irritación que Simone de Beauvoir había reconocido en la introducción misma de su obra. No obstante, seguía afirmando la supremacía de una opción socialista sobre la práctica feminista, en nombre de una deseada aunque poco probable afirmación de fraternidad entre las mujeres y los hombres.
Al haber desmitificado el eterno femenino desde el concepto existencial-fenomenológico de alteridad, Simone de Beauvoir se encontraba en paz con su ser mujer y con el hecho concreto que había dado pie ya no a una "polémica" sobre el feminismo, abierta desde el siglo XVI, sino a un proceso de liberación, una reflexión sobre la naturaleza humana: "La mujer es un individuo completo, y al igual del macho, es también un ser humano sexuado".
Una filosofía de las mujeres sobre sí mismas y sobre el mundo se anunciaba así desde una revisada filosofía política ("jamás se podrá crear la justicia en el seno de la injusticia") y desde una precisa apreciación antropológica ("es necesario repetir una vez más que en la colectividad humana nada es natural y que la mujer es uno de los tantos productos elaborados por la civilización").
Cuando en 1972 Simone de Beauvoir se declaró finalmente feminista y formó parte del Movimiento para la Liberación de la Mujer, no abandonó los supuestos básicos de El segundo sexo: para la filósofa no se podía luchar a favor de las mujeres, independientemente de la lucha de clases, aunque había que hacerlo de forma autónoma de las organizaciones sociales. Esto implicaba que la mujer como el otro del hombre, al que se le había negado el derecho a su propia subjetividad y a ser responsable de sus acciones e ideas, se reapropiaba de su trascendencia, se volvía una sí misma, cuando se acercaba a la vida cultural, social y política en compañía de otras mujeres.
El segundo sexo, desde esta perspectiva, es un texto pedagógico, quiere enseñar sobre los mecanismos que invisibilizan e impiden la capacidad filosófica de abstracción de las mujeres. Insiste metódicamente en que, aunque las mujeres suelen desempeñar papeles impuestos por la cultura de los hombres, no significa que el análisis patriarcal sobre su inferioridad física y moral sea correcto: Beauvoir rechazaba absolutamente cualquier noción de naturaleza o esencia femenina, lo cual quedó lapidariamente asentado en su famosa frase: "No se nace mujer, llega una a serlo".
No obstante, precisamente la tesis de que no se nace mujer, se deviene tal, es un homenaje al concepto de educación forjado por Rousseau en Emilio y a la antropología estructuralista desarrollada por Lévy Strauss (ambos autores no pueden ser considerados profeministas bajo ningún punto de vista). Las mujeres son las otras, lo Otro, en un mundo en que lo Uno se define en términos masculinos, trascendentes. Simone de Beauvoir identificó lo trascendente con lo histórico, sin percatarse que con eso volvía a definir patriarcalmente los lazos con la corporalidad femenina y la función reproductiva con lo inmanente y lo ahistórico. No obstante, denunciaba cómo esta negación de la subjetividad femenina domina todos los aspectos de la vida social, religiosa, política y cultural; las propias mujeres la interiorizan y viven por ello en una perpetua duda sobre la propia identidad, o sea, en un estado de inautenticidad. De hecho, escribía: "las mujeres de hoy están en camino de destronar el mito de la feminidad; comienzan a afirmar concretamente su independencia; pero sólo con gran esfuerzo logran vivir integralmente su condición de ser humano".
Me pregunto si no hay una contradicción interna en este texto fundamental que a la vez reconoce la característica sexuada de la humanidad y el hecho que las mujeres no pueden todavía vivir, por su sexo socialmente determinado, la plenitud de su humanidad. Sé que mi pregunta no es muy original; de hecho, en los setenta-ochenta, las estadounidenses Gayle Rubin y Teresa De Lauretis han desarrollado una importante teoría, desde la antropología y desde los estudios culturales, sobre la relación sexo-género que desemboca en la misma necesidad beauvoiriana de recuperar las sexualidades y los sexos allende la imposición de género, entendido como construcción cultural que permite la utilización del cuerpo y la capacidad reproductiva-productiva de las mujeres por parte de los hombres de las clases superiores y de sus mismas clases.
No obstante, también filósofas feministas que reivindican un cierto derecho a la especificidad femenina, es decir, a una diferencia que vendría a echar abajo la construcción de las imposiciones únicas (el dios-rey-ley-discurso-falo) partiendo de un cuerpo radicalmente diferente del que representa, y es representado por el logos patriarcal, no están totalmente inmunes de la influencia beauvoiriana; aunque la nieguen. Cuando Héléne Cisoux considera que el emplazamiento de la escritura femenina es el cuerpo de la mujer con sus funciones no copulativas, es decir, cuyo placer y hacer es propio y no relativo al otro, está desconstruyendo los contenidos de la categoría central -negativa- que Simone de Beuvoir aplica a la condición femenina, la de "ser para otro". Así Luce Irigaray, al plantear que es el discurso filosófico lo que las mujeres tenemos que cuestionar y alterar, porque es la base de todos los demás y constituye el discurso de los discursos, apunta al corazón de las reglas de pensamiento misóginas de la tradición filosófica occidental y busca dar una respuesta a la pregunta de Simone de Beauvoir: "¿Por qué las mujeres no cuestionan la soberanía del macho?". Para Irigaray, la mujer constituye la base silenciosa sobre la cual el pensador erige su discurso, así como cuarenta años antes para Beauvoir: "Decir que la mujer es misterio no es decir que se calla, sino decir que su lenguaje no se escucha; ella está ahí, pero oculta bajo velos".
No quiero con ello subrayar una relación inexistente entre la filosofía existencialista y las dos más importantes teóricas de la diferencia sexual francesa, sino hacer notar que la reflexión de El segundo sexo sobre la condición femenina está guiada por un planteamiento ético que no es ajeno a ninguna corriente feminista. Según la racionalista española Celia Amorós, cuya filosofía comulga con la ética existencialista sartreana, en efecto, Simone de Beauvoir declaró explícitamente que valoraría la condición de la mujer desde la perspectiva de las opciones que se les ofrecen a las mujeres para el ejercicio de su libertad, porque para que la libertad femenina tenga concretamente una oportunidad necesita previamente deslegitimar toda la feminidad normativa. Esta normatividad, para Beauvoir, se sustentaba en que los hombres imponen a las mujeres que no asuman su existencia como sujetos, sino que se identifiquen con la proyección que en ellas hacen de sus deseos.
Trascender la condición de alteridad que viene dada a las mujeres en el mundo masculino es, según la filósofa mexicana Graciela Hierro, el legado que El segundo sexo deja a la política feminista. Todo control, dice Hierro, implica una doble moral, y la doble moral sexual vigente nos niega la posibilidad humana de valorarnos por nuestros actos y no por nuestras funciones biológicas.