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La antisolemnidad
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Jaimeduardo García entrevista
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Rousseau y la ciudadanía
Gabriel Pérez Pérez
Razón e imaginación
en Rousseau
Enrique G. Gallegos
Rousseau o la soberanía
de la autoconciencia
Bernardo Bolaños
Rousseau, tres siglos
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El andar de Juan Jacobo
Leandro Arellano
Enjeduana, ¿la primera poeta del mundo?
Yendi Ramos
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Rousseau
o la soberanía
de la autoconciencia
Bernardo Bolaños
Rousseau era hipersensible. “Yo no tenía ninguna
idea de las cosas pero todos los sentimientos
me eran ya conocidos”, escribe en las
Confesiones. Y David Hume, quien buscó conocerlo
y lo acogió cuando era perseguido en Francia,
afirmaba que Rousseau no era un gran lector, ni
un observador, ni se destacaba por su pensamiento.
“Él sólo ha sentido, toda su vida; y, en ello, su sensibilidad
va un paso más allá de lo que yo jamás había
visto.” Esta característica de su personalidad surgió
de su infancia, cuando le leía en voz alta a su padre
(un relojero suizo) las novelas sentimentales de la
biblioteca de la madre muerta. Ya famoso en toda
Europa, un año antes de publicar El contrato social,
sale a la luz su propia novela del corazón titulada
Julia o la nueva Eloísa. En ella, una joven de clase media
sacrifica el amor de su vida por interés económico
y para cumplir las convenciones sociales. La
lectura de esta historia desencadenará un alud de
cartas a Rousseau en las que los europeos de la época
afirman haber sentido con pasión inusitada, con lágrimas
y estremecimientos, las peripecias de la joven
Julia. La historiadora Lynn Hunt ha llegado incluso
a afirmar que los derecho humanos, basados en la
sensibilidad hacia otras personas independientemente
de su condición social, se hacen posibles en la
conciencia de la gente gracias a la lectura de novelas
sentimentales, de las cuales Julia o la nueva Eloísa es
el ejemplo más impresionante. Se publicaron 115 ediciones
en francés de esta obra entre 1761 y 1800, sin
contar las traducciones. Antes de esa revolución moral,
tenemos testimonios de nobles que podían desvestirse
sin pudor ante su servidumbre, “no teniendo
por demostrado que los criados fuesen hombres”,
según la expresión de Madame Duchâtelet. Con la
lectura de novelas rosas, la gente se habituará a ponerse
en los zapatos del otro, sea éste un mendigo o
un extranjero.
Rousseau tuvo un gran amigo al que mostraba sus
manuscritos y veía regularmente en los cafés. Era
Diderot. Pero la fama del primero los separa. Esa es
al menos la triste historia de celos y complot de la
cual Rousseau está convencido. A Jean-Jacques lo indigna
que a Diderot lo traicione la envidia y que lo
critique agresivamente por cualquier motivo. Por
ejemplo, por haber huido de la ciudad para refugiarse
en el campo. A Diderot, por su parte, le exaspera
el orgullo desmedido de su amigo que desprecia el
dinero, que creía sucio (como el monto de una pensión
de Luis XV), en perjuicio de su familia. Luego
vendrá una separación ruidosa. Rousseau acusa a
Diderot de revelar su amor platónico por la joven
Sophie d’Houdetot nada menos que al amante de
ésta, el poeta Saint-Lambert. Diderot aduce un simple
descuido, pero Jean-Jacques decide romper. “Tuve
un Aristarco [entiéndase un censor] severo y juicioso;
ya no lo tengo, ya no lo quiero, pero lo lamentaré por
siempre y le falta mucho más a mi corazón que a mis
escritos.” Al leer esas líneas, Diderot se enfurece y
trata a Jean-Jacques de “vano como Satanás, ingrato,
cruel, hipócrita y malvado”.
Rousseau vivía una paradoja existencial: amaba
a las sociedades libres y participativas pero admiraba
también la espontaneidad del buen salvaje. Digan
lo que digan los filósofos políticos contemporáneos
con sus sutiles distinciones y sus lecturas separadas
por disciplinas, Rousseau redescubrió la democracia.
Esta última es la experiencia esquizofrénica
en la cual el ser humano es tanto un bourgeois retraído
en su vida privada como un citoyen comprometido.
Léanse, respectivamente, el Emilio y El contrato
social. La suma de estos dos personajes da lugar a un
Yo que se extraña de sí mismo. En Las ensoñaciones del
paseante solitario, obra póstuma, Rousseau acabará
reconociendo: “el conócete a ti mismo del templo de
Delfos no era una máxima tan fácil de seguir como lo
había creído en mis Confesiones”.
Años después de su disputa, Diderot retratará la
conciencia de su antes amigo en el diálogo titulado El
sobrino de Rameau: “Que el diablo me lleve si sé en el
fondo quién soy. En general, tengo el espíritu redondo
como una pelota y el carácter franco como el mimbre;
jamás soy falso, siempre que tengo interés en ser verdadero;
jamás soy verdadero, si tengo siquiera un
poco de interés en ser falso. Digo las cosas como ellas
me vienen, si son sensatas qué mejor; si impertinentes,
ni modo. Uso plenamente mi franqueza.” Y Diderot
termina este párrafo parafraseando la descripción
que hiciera Hume de Rousseau: “Nunca en mi vida he
pensado, ni antes de expresarme, ni al expresarme, ni
después de haberme expresado. Por ello, no ofendo a
nadie.” Desde luego, cuando Hume y Diderot decían
que Rousseau nunca pensó no sugerían que fuera
un imbécil, sino que se regía por un deber de espontaneidad,
por intuiciones emotivas que daban lugar a
un valor nuevo: la autenticidad. Ésta es la independencia
incluso para ser uno mismo, la falta de sumisión
llevada hasta la definición inédita de sí.
Una copia de El sobrino de Rameau llegará, a través
de un bibliotecario de Catalina la Grande de Rusia,
al poeta Schiller, que lo compartirá con Goethe, su
traductor al alemán, y luego con Hegel, quien lo citará
tres veces en La fenomenología del espíritu al abordar
el desarrollo del Espíritu extrañado de sí mismo.
Hegel interpreta el diálogo de Diderot como
testimonio
del surgimiento de la autoconciencia en
la modernidad, una conciencia escindida, libre de las
ataduras de la tradición y la religión.
Podemos adoptar la profunda lectura que hace
Hegel del diálogo para afirmar que Rousseau ejemplifica
mejor que nadie el surgimiento de la conciencia
moderna. Rousseau se fijaba en su propio pecho,
en sus libros y se decía: “Es auténtico mi sentimiento.”
Rousseau abrió las puertas a la emergencia de
sociedades liberales, formada de burgueses-ciudadanos,
libres en el sentido de ser dueños de su vida
interior, es decir, atrincherados bajo su conciencia
individual. En la modernidad, la virtud suprema de
los burgueses-ciudadanos será la autenticidad; cada
persona será, como denunciaría Marx, una mónada.
Y la autenticidad será también una forma de
locura, un distanciamiento del Yo. Por eso, el retrato
que hace Diderot de su antiguo amigo no es complaciente.
La vigencia de Rousseau como filósofo es enorme.
El ser humano no es sólo el buen salvaje asocial, ni
sólo el ciudadano total. Entre el individualismo liberal
y el jacobinismo totalitario está Rousseau. Entre
la vida privada y la vida pública está la autoconciencia
moderna.
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