Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 9 de septiembre de 2012 Num: 914

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

James Thurber, humorista
Ricardo Guzmán Wolffer

La antisolemnidad
según Tin Tan

Jaimeduardo García entrevista
con Rafael Aviña

Rousseau y la ciudadanía
Gabriel Pérez Pérez

Razón e imaginación
en Rousseau

Enrique G. Gallegos

Rousseau o la soberanía
de la autoconciencia

Bernardo Bolaños

Rousseau, tres siglos
de pensamiento

El andar de Juan Jacobo
Leandro Arellano

Enjeduana, ¿la primera poeta del mundo?
Yendi Ramos

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Hugo Gutiérrez Vega

Con Gore Vidal en Roma y México

Pardeaba la tarde romana cuando el señor Balthus, director del Instituto de Francia en Roma y pintor de seductoras Lolitas y de ninfetas con calzoncitos blancos de algodón y calcetas bien restiradas, levantó la copa para festejar el cumpleaños de un escritor estadunidense que se había apoderado de una parte de la encantada noche romana. El escritor festejado era Gore Vidal, culpable, de manera deliciosa, del nuevo sacco di Roma (digo esto en el sentido que tiene apoderarse de una ciudad y hacer el papel de “gurú” en los últimos tramos de La dolce vita arremolinada en torno a los cafés y bares de la Via Veneto. Marcelo y Anitona, de la mano de Fellini, celebraron los ritos contradictorios de los truculentos y siempre fascinantes días de la dolce). La tarde en casa de Balthus se desplomó sin estridencias sobre una noche clara y apacible, pero que, como todas las noches de esos años, llevaba la música por dentro. Balthus habló de su hermano Pierre y de las aventuras ordenadas por las leyes de la hospitalidad que dicta Roberte, personaje central de Roberte ce soir, el formidable texto que adaptó en México Juan García Ponce y dirigió, en varios espacios de la Casa del Lago, Juan José Gurrola. Bebíamos vino de Orvieto y en el centro de la mesa brillaban, gracias al buen aceite de oliva, unos corazones de alcachofa con pedacitos de jamón de Parma. Muy pronto, Gore fue el foco de atención. Habló larga y sabrosamente y, sin pretensiones pontificales, nos dio su punto de vista sobre el american dream. Recuerdo sus palabras: “Al establecer los colegios y los votos electorales, los padres fundadores lograron que Estados Unidos de América no transitara jamás hacia la democracia.” Al día siguiente fuimos a un cine del centro para enfrentarnos de nuevo al sueño estadunidense. Esta vez de la mano ingenua, optimista y experta de Frank Capra. It’s a Wonderful Life iluminó la pantalla con su candorosa y muy bien hecha confianza en el pueblo (en este caso no el mismo pueblo hambriento y desesperado de Las uvas de ira, de Steinbeck-Ford) trabajador y cuidadoso de sus ahorros. Capra terminó por emocionarnos con su buena fe. El italoestadunidense decretaba los términos de la total felicidad que, de acuerdo con las palabras del himno nacional, iba a colmar todos los sueños del país del melting pot.

Poco antes de salir de Roma, Gore Vidal nos ofreció una cena en la trattoria cercana a su casa del Panteón. Entre plato y plato –ravioles de espinaca, ternera con salsa de limón–, Gore nos entregó su teoría sobre la eternidad de Roma. Esta cualidad maravillosa se encontraba más en el placer vital que en la piedad religiosa proveniente de un Vaticano cada vez más apegado a la politiquería y al negocio. Nos despedimos en la puerta del Panteón y Gore nos recomendó que nos lleváramos en la memoria al pueblo romano gritón, escandaloso, tragón, generoso, pero, sobre todo, dispuesto siempre a mantener incólume su alegría de vivir.

Muchos años después volví a ver a Gore. Por esas épocas yo dirigía un programa llamado Encuentro. Lo había iniciado el bachiller Gálves y Fuentes y, a su muerte, lo continuamos el señor Álvaro Mutis y este bazarista. Invité a Gore a una emisión sobre literatura y política. Lo recibí en el aeropuerto. Venía eufórico pues México le gustaba mucho y las ideas en torno al tema del programa le salían a borbotones romanos. Por cierto que, al poco tiempo, el señor Mutis quedó como único conductor del programa. Trabajaba para Televisa y yo era el conductor nombrado por el Seguro Social (dirigido a la sazón por el muy inteligente don Jesús Reyes Heroles). Por haber participado en una mesa redonda con un discursito sobre la manipulación informativa y la ignorancia fomentada por el monopolio electrónico, el Tigre le pidió a don Jesús que me despidiera, cosa que hizo con desagrado, pues éramos buenos amigos y no le gustaba la obscenidad de los dueños del monopolio de la industria de la conciencia (Edgar Morin dixit). Cenamos en un comedero de muchas estrellas y nos acompañó Carlos Monsiváis, el cronista que Gore leía con fruición admirada sin restricciones. A la salida nos topamos con Dolores del Río, tan esplendorosa como en Ramona o Evangeline. Gore se puso de rodillas y exclamó: “¡Divina!” Dolores sonrió y nos dio a besar su mano. Gore declaró que ese había sido uno de los mejores momentos de su viaje a México. Yo pienso que lo mejor fue su participación en el programa, colmada de inteligencia, de honestidad intelectual y de ácido y refulgente humorismo.

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