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Regalo
Jaime Caballero
No te preocupes –gritó Peter desde la ventana del auto–. No es necesario que te esmeres por intentar un buen trazo, de todos modos Paulette es ciega.
Richard permaneció un momento en silencio, luchando por disipar de su recuerdo la frase titilante que Peter le escupió sin saber, aclarándole la terrible condición de Paulette: “de todos modos Paulette es ciega”.
El viejo Charger del setenta se encendió, dejando escapar un rugido ensordecedor que fastidió aún más a Richard, que no paraba de maldecir a Peter con voz muda. Una vez el auto se desvaneció llevándose consigo sus alaridos de lata, Richard encendió unos cuantos cigarrillos más mientras las barbas delgadas de su pincel se manchaban con las cremas sepias, cenizas y carmesís de la bandeja de pinturas que iban a estrellarse después sobre el lienzo noble posado en el caballete, en el cual se dibujaban las curvaturas sensuales del vientre de una Paulette un tanto tergiversada.
Así se pasó la tarde. Cuando al fin hubo de terminarle el rostro, no pudo continuar. Qué ojos habría de darle si nunca los había visto, si ella en sus casi quince años de amistad, de amoríos secretos, de intimidades compartidas y desnudeces relamidas mutuamente, no quiso nunca enseñárselos, quizá por vergüenza, quizá por desinterés.
Richard elevó su mirada sobre la copa de un enorme ciprés desde el cual un robusto búho aleteó con prisa, luego contempló el retrato y se quedó pensativo, dejó caer después con molestia su pincel sobre la grama húmeda. Permaneció un momento inmóvil, aspiró una enérgica bocanada de humo espeso, retiró con delicadeza el cigarrillo de su boca acomodándolo como a un lápiz, llevando su punta escarlata sobre el lienzo, dibujándole, mientras crepitaba livianamente, dos orificios a manera de ojos: “Eres de lo peor, maldita. Y yo dándotelo todo.”
La noche empezó a caer y una ventisca helada se coló por el bosque. Hacía frío. El olor a pinos y hojas húmedas se dispersó tras el vaho fresco que trajo consigo la niebla. Richard empacó sus pinturas y lavó sus pinceles, depositando todo en un bolso de gamuza de Chartreuse que había comprado en una venta de garaje en Illinois.
Luego desbarató el caballete, tomó sus cosas y se metió a su cabaña. Adentro, se preparó pollo refrito, legumbres al vapor y arroz de centeno, patatas en soya y patacones en queso gratinado. Lavó los trastos, alimentó a Milky que ya había empezado a aullar, ajustó la rosca de la ducha, derritió cocoa y reorganizó las cosas de su bolso en el cuarto de pintura. Luego arrojó el lienzo de Paulette a la chimenea. Pensó que lo mejor sería no regalarle nada en su cumpleaños. Posiblemente llamaría a la señora Babineaux en la mañana y pediría que le enviase flores, rosas rojas para ser exacto. De todos modos Paulette no lo notaría: era ciega.
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