Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 16 de octubre de 2011 Num: 867

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Regalo
Jaime Caballero

Tocando esta juventud
Nikos Karouzos

Tomas Tranströmer: un compromiso con la luz
Ana Valdés

Un Alfonso Reyes llamado Nicolás Gómez Dávila
Ricardo Bada

El tirano democrático
y la libre servidumbre

Fabrizio Andreella

Cien años de La muerte
en Venecia

Enrique Héctor González

El doble rostro de Doble R
Vilma Fuentes

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración de Juan Gabriel Puga

El doble rostro
de Doble R

Vilma Fuentes

¿Quién recuerda, cuando el escándalo del día apaga el de la víspera, el más famoso escándalo literario del siglo XX, causado por Ron Rooney alias Vincent Vaux? Única persona en la historia recompensada por el Nobel de Literatura, bajo su verdadero nombre, y por el Nobel de la Paz, bajo el pseudónimo que utilizó para mejor servir las causas más nobles.

Este polémico personaje, emparedado en el silencio ajeno y el propio, falleció al cesar el encarnizamiento médico por conservarle una vida que ya no era la suya, mucho antes incluso de ser internado y depender de máquinas que lo mantenían vivo. Vida latente preferible a las mutaciones que habrían terminado por despojarlo de su humanidad.

Ante su desaparición, es legítimo reivindicar su memoria. De no haber ocurrido ese vergonzoso asunto, para colmo público a pesar de los esfuerzos contraproducentes para ocultarlo, rr habría dejado una vasta obra a la posteridad, cuyo estudio hubiese ocupado el ocio de las mejores mentes de los siglos futuros. Esto no significa falta de interés por parte de sus contemporáneos. La venta de sus libros, más de cincuenta títulos, prueba la curiosidad que despertó en el público. Sin ser un bestseller, apelación que sería ultrajante en su caso, Rooney fue una mina de oro para sus editores, una inversión segura a corto plazo y –se dieron la ilusión– también a largo plazo. Cierto, la venta de sus libros no significó que se le leyera. Incluso en la treintena de sus novelas, los temas que trató fueron de orden filosófico, áridos y rigurosos. Pero las dificultades de la lectura no impidieron a seres inquietos asomarse a páginas que los dejaban pasmados ante la transparencia de una prosa que deja ver el vacío.

En suma, aunque el lector no lograba pasar de las primeras diez páginas, el cliente podía disfrutar de una obra galardonada cuya propiedad lo inviste doctor honoris causa de las más prestigiosas universidades. Libros edificantes, de una higiene mental a toda prueba y una política conforme y correcta, podían alegar los ven dedores sin enrojecer.

RR luchó por tantas causas como pudo encontrar en sus peregrinajes. Siempre con la modestia que los televidentes pudieron observar en sus balbuceos entrecortados por la meditación. Modestia evidente cuando relata sus conversaciones con los mejores intelectuales de su siglo. En vano, Rooney trata con humildad de minimizar la admiración que arrancan sus respuestas a sus interlocutores, todos ellos fallecidos, pues se convirtió en el único testigo de intercambios que los editores decidieron conservar como tesoro y patrimonio de la humanidad.

Sobran hoy quienes afirman haber visto en sus ocurrencias las señales del desarreglo en germen del espíritu de Ron Rooney, quintaesencia del pensamiento. Son los mismos que celebraban a carcajadas sus desplantes, cierto, voluntarios, lanzados con más sarcasmo que ironía. Doble R, como lo siguen apodando sus incondicionales, no trataba de arrancar siquiera una sonrisa con sus petulantes salidas. “Más vale un dictador por conocido que un demócrata por conocer”, frase bombardeada en los medios, repetida de boca en boca, fue la respuesta de RR cuando se le interrogó sobre los levantamientos populares contra el sátrapa de uno de esos países que nadie sabía hasta entonces bien a bien dónde se ubicaba.

Que Ronrón, apodo que le dan sus detractores, se encontrara en un hospital, internado a la fuerza por la coalición formada por su esposa, sus agentes y sus editores, personas que sólo buscaban su bien o sus bienes, no significaba que estuviera enfermo. En todo caso, no más enfermo que cuando se le consideraba sano de mente y espíritu, afirmaron los envidiosos. Los murmullos malévolos que no cesaban de filtrar, a pesar de todos las precauciones posibles contra fugas indiscretas, parecían darles la razón.

Calumnias, se dijo entre la intelligentsia. Pero la flor y nata de esta élite dejó de alzarse de hombros cuando transpiró el contenido de sus Memorias inéditas. Páginas siniestras de ajustes de cuentas, aclaraciones truculentas. Elogios de la depravación en nombre de iniciaciones sexuales. Críticas acerbas del sufragio universal que da el voto a seres incivilizados. A esto se añadió la carta donde exigió el retiro de la venta de sus libros, decidido a publicar los textos originales de su obra, sacrificados calculadoramente por él mismo. Ahora que había obtenido los premios deseados, la hipocresía estaba de más: Ronrón podía desenmascararse. Inaceptable, respondió su editor, al leer las hediondas descripciones del autor sobre su familia, sus condiscípulos, sus vecinos, sus dos mujeres ya fallecidas, sus amigos. Se trataba de una delación en regla de mezquindades y bajezas. RR contestó, alzándose de hombros, que deseaba acabar con la impostura de su vida y su obra, impostura indispensable y calculada para alcanzar renombre y gloria en un mundo de idiotas, pero que sus escritos originales contenían, en una sola página, mucha más verdad que en las miles de páginas de falsedades publicadas bajo su nombre.

La puntilla fue el prefacio que escribió para el único de sus libros que decidió dejar tal cual: Tres métodos infalibles para acceder a una viudez tranquila. En el breve prólogo, Doble R daba como ejemplo de la perfección de sus métodos los asesinatos de sus dos primeras mujeres. “La crítica creyó ver en mí un discípulo de Swift, un pobre provocador enviciado por el humor negro. No soy discípulo de nadie. Y lo que escribo, lo experimento. Ah, si todos se quitaran las máscaras.”

Golpe de gracia que obligó a internarlo. Se cuenta que reía a carcajadas, en un “delirio de las profundidades”, según la frase que pronunció entre las sofocaciones que obligaron a sumirlo en estado de coma. Sus libros fueron retirados de librerías y bibliotecas. Falsos bibliófilos adquirieron los ejemplares de particulares. Si existen ejemplares de sus obras, deben estar encerrados en el infierno en el que la censura encerraba los textos malditos, ese infierno que Ronrón prefirió quizás al paraíso.