Opinión
Ver día anteriorSábado 14 de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La pantalla fantasmática del Muro
D

espués del “fin de la historia”. ¿Cómo leer, a 20 años de lejanía, la caída del Muro de Berlín, el colapso súbito e inesperado de la ilusión de una utopía (la que comenzó con la Revolución de Octubre) y la catástrofe de la pesadilla que le siguió (el estalinismo)? Si quisiéramos condensar en una frase la experiencia de la generación que marca (o enmarca) la distancia que va de 1989 al derrumbe financiero de 2008, habría tal vez que coincidir con la definición de Tony Judt: los años que se llevó la langosta.

En suma: dos décadas de oportunidades dispendiadas y de incompetencia política en ambos lados de lo que alguna vez fueron los territorios geográficos, políticos y simbólicos de la guerra fría. Lo que más impresiona es la autocomplacencia y la ausencia de reflexividad (y sobre todo de autorreflexividad) con la que el final del siglo XX ha sido archivado en el pasado para cifrar el mantra del triunfo de Occidente, la supremacía de la sociedad de mercado y la celebración, mediada por el control remoto de la tv, de un sintagma cada día más incomprensible llamado libertad.

El maniqueísmo con el que la mayor parte de la opinión pública occidental ha enfrentado ese aniversario sólo puede ser descifrado no como la certeza de un fin de la historia, sino como la molesta evasión de un fantasma, de una sombra vaga pero persistente con voz apenas audible que dice: tal vez la historia apenas está por comenzar. ¿Pero qué historia?

¿Qué tan lejos se puede llegar con una visión de la historia que se reduce a afirmar que el pasado no es más un teatro de disgustos que no deben repetirse, y el presente se autoproclama como un espacio sólo justificado (y justificable) por lo que dejó de ser? No mucho, por supuesto. Porque esa visión se reduce al teológico sentimiento de que el pasado sólo fue la vida de los otros y no esa proyección en la que los otros somos tal vez el ardid o la validación de nosotros mismos.

Las sirenas de la modernidad. Tal vez no se ha entendido la profundidad de esa película nodal y emblemática que es La vida de los otros. Un intelectual disidente de la extinta República Democrática Alemana escribe un artículo en el que señala que la creciente ola de suicidios que se sucedían en el desaparecido régimen tenía causas políticas. Se propone publicarlo en una revista del otro lado. El servicio secreto lo empieza a acosar hasta que provoca, por el acoso mismo, el suicidio de un amigo íntimo y de la amante del escritor. En rigor, el filme es un ensayo sobre una de las formas impresionantes del control político moderno. La Stasi no torturaba, ni golpeaba, ni martirizaba a los opositores del régimen: los llevaba gradualmente al suicidio. No necesitaba de verdugos: hacía que el acusado se convirtiera en su propio verdugo. Un yo condenado por sí mismo a la futilidad absoluta. El Estado perfecto, el control perfecto.

La pregunta es si ese yo, que no tenía otras fronteras más que su soledad no es el mismo que alguna vez Foucault describió como el centro de lo político en la sociedad occidental, de cuya hipertrofia somos hoy testigos (y sujetos).

La diferencia en la indiferencia. Hay un sesgo en el concepto de libertad que se asienta sobre la indiferencia, y es ese sesgo el que propicia que devenga con tanta facilidad su propia negación.

De esa densidad están conformadas las actuales sociedades de control, en cuyo centro se halla lo que queda de Occidente.