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EU: frenar el fascismo
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proximadamente 7 millones de personas participaron en más de 2 mil 700 manifestaciones en las 50 entidades que conforman Estados Unidos en rechazo a la involución antidemocrática impulsada por el presidente Donald Trump. Bajo el lema “No Kings” (No a los reyes), luchadores sociales, celebridades, organizaciones y ciudadanos de a pie denunciaron las maniobras del magnate para desmantelar los contrapesos institucionales y concentrar un poder unipersonal como nunca se ha visto en ese país. Uno dentro de la miríada de grandes y pequeños organismos convocantes aseguró que el mandatario se considera poseedor de un poder absoluto, pero “aquí no tenemos reyes y no cederemos ante el caos, la corrupción y la crueldad”. En Nueva York, Nadja Rutkowski, quien emigró a Estados Unidos desde Alemania a los 14 años, expresó su alarma por la repetición de la historia ante la evidencia de que lo que está sucediendo ahora ya sucedió antes en 1938.

Para comprender la magnitud y la naturaleza de las protestas contra el trumpismo, es preciso apuntar que la desviación de Washington con respecto al ideal democrático no nació con la llegada original del magnate a la Casa Blanca en 2017 ni con su regreso en enero pasado, pero sí se ha profundizado y mutado en dichos periodos. Por principio de cuentas, la democracia estadunidense estuvo siempre atravesada por la contradicción en tanto la igualdad formal ante la ley coexistía con la esclavitud de millones de africanos y afrodescendientes, así como con la negación de derechos e identidad de todos los pobladores originales del territorio que llegaría a ser Estados Unidos. Tal paradoja no pertenece a un pasado lejano: fue apenas en 1965 cuando los afrodescendientes adquirieron derechos civiles y jamás llegó a desmontarse por completo el aparato legal de la segregación racial que ahora vuelve a normalizarse.

Tampoco el uso de la seguridad nacional como pretexto para la vigilancia intrusiva, la censura y la limitación masiva de libertades es un invento del trumpismo, pues ya se usó en el siglo pasado con la excusa del “peligro comunista”, y en todo lo que va de éste bajo la bandera de la “guerra contra el terrorismo”.

Lo que ha cambiado en meses recientes es el abandono de las formas institucionales, la transparencia con que Trump y sus funcionarios atropellan las leyes y, en un sentido decisivo, el giro del grupo gobernante desde la tradicional oligarquía estadunidense basada en la lealtad de clase hacia un culto a la personalidad cargado de simbología claramente fascista.

Sin duda resulta esperanzador que millones de personas repudien el inquietante camino tomado por la Casa Blanca. Sin embargo, cabe preguntarse por las posibilidades de la ciudadanía para recuperar, al menos, el nivel de institucionalidad pretrumpiana y avanzar en la construcción de una democracia merecedora de tal nombre: hasta ahora, el liderazgo del Partido Demócrata ha mostrado una exasperante pusilanimidad frente a la demolición del estado de derecho, y el sistema electoral está diseñado de tal modo que es inviable crear nuevas organizaciones partidistas. Es decir, el pueblo tiene cerrado el acceso al gobierno, y hay un enorme riesgo de que toda la efervescencia popular quede impotente para frenar las tendencias totalitarias de los poderosos.

Por el bien de Estados Unidos y del planeta, es deseable que la ciudadanía encuentre una vía pacífica hacia la soberanía y el restablecimiento de la República que está en el corazón de la promesa política con que se fundó su país.