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Kissinger, Nixon y la posverdad
1. E

n los futuros obituarios de Henry Kissinger −que hace dos semanas cumplió 100 años (t.ly/HuHGN)−, o al menos en buena parte de ellos, entre errores y excesos habrá también lagunas. Faltarán merecidas críticas, detalles de sus crímenes, pero también créditos y reconocimientos. Si de algo, por ejemplo, Kissinger es un artífice, bien recordaba hace años Greg Grandin, es del siniestro principio que las acciones de Estados Unidos y el caos en el mundo no tienen ninguna relación –la separación forzosa de la causa del efecto– que hasta hoy guía la política imperial estadunidense (véase: Kissinger’s Shadow: The Long Reach of America’s Most Controversial Statesman, 2015, p. 15). La culpa siempre es/era de los otros: de los vietnamitas, los chilenos, los iraníes, los centroamericanos, los afganos, los iraquíes, etcétera, pero Kissinger, junto a Nixon, debería ser reconocido también como uno de los fundadores de la posverdadla situación en que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y la creencia personal– al elevar la mentira y la negación de los hechos en la política a otro nivel.

2. La posverdad, el término que saltó a la fama con Trump y el Brexit, ha sido –en una de sus versiones– acuñado por Steve Tesich en 1992 para describir la sique estadunidense después de los escándalos de Watergate e Irán-Contra que produjeron una paradójica reacción en la gente que, cansada de las mentiras de los gobiernos en turno, optó por desdeñar la realidad y vivir en un mundo posterior a la verdad a expensas de la democracia. Tesich llamó este afán de refugiarse en los propios gobiernos mentirosos para ser protegidos de las verdades incómodas como el síndrome de Watergate. Esto fue precisamente lo que comprobó un año antes de Watergate Daniel Ellsberg al revelar los Papeles del Pentágono. Su apuesta era que la verdad haría libres a los estadunidenses, pero tras el terremoto inicial en el gabinete de Nixon, todo regresó a la normalidad, y Kissinger −con su torcida filosofía de la verdad− fue central en este giro.

3. Descrito ritualmente como “el quintaesencial estadista de la Realpolitik”, Kissinger siempre fue un relativista radical y un proto-posmodernista que creía en la capacidad de crear su propia verdad. Haber inyectado este realismo relativo con su desprecio por hechos y datos a los circuitos del poder estadunidense, es, como insiste Grandin, otra de sus contribuciones de largo plazo (p. 185-187). Este principio de construir su propia realidad y sus propias verdades no sólo ayudó a restaurar la presidencia imperial y revigorar el militarismo de Washington, sino que sigue informando su intervencionismo (t.ly/XGEpS). Uno de los legados de Kissinger es también normalizar el desprecio por los hechos en la política interna: tras saltar a la administración de Ford, Kissinger no sólo presidió la absolución inmediata de Nixon –que renunció para evitar al impeachement–, sino toda la operación ideológica que, como apuntaba Tesich, a pesar de que, literalmente, todo el gabinete y entorno nixoniano era una bola de estafadores –de hecho, no se pierdan White House Plumbers (2023, t.ly/XhpB)–, hizo aparecer que la verdad prevaleció y “todos pudieron congratularse de que ‘el sistema funcionó’”.

4. Lo sintomático de las superficiales y muchas veces desatinadas invocaciones de Hannah Arendt –que tuvo su propia historia con Kissinger de... ser víctima de su censura (t.ly/AK-_) – como “la teórica de la nueva época de ‘posverdad”, era que igualmente tendían a la posverdad: enfatizaban lo novedoso del fenómeno y forzosamente inscribían a Trump en clave de mentiras nazis.

Contrario a esto, para Arendt la mentira en la política no era nada nuevo −“siempre hemos sido ‘posverdad’” (t.ly/TyZN)− y sus análisis de la mentira no fueron escritos como sequels a Los orígenes del totalitarismo, sino bajo el impacto de los Papeles del Pentágono –el peso del engaño en la política estadunidense– y la experiencia personal de ser atacada por decir la verdad, según ella, sobre Eichmann (t.ly/Q9yU). En este sentido, su invocación por Tesich −ya hace tres décadas− era mucho más rigurosa: (re)insertaba a Arendt en la genealogía estadunidense de la posverdad y apuntaba a cómo las mentiras fueron puestas al servicio del Estado de guerras perpetuas, otro de los legados de Kissinger.

5. Si bien desde hace tiempo el comentariat liberal insiste en analizar a la posverdad y a las Fake News como inventos rusos retomados por Trump, al menos Peter Pomerantsev, uno de los teóricos mainstream de la desinformación apuntaba hace poco correctamente a Nixon como uno de sus padres fundadores (t.ly/bVo4R).

Pero su observación de que hoy hay un giro preocupante porque los políticos de ahora como Putin o Trump ya no temen a la verdad, y los anteriores, según él, sí, difícilmente se sostiene. Nixon no resignó por el temor a la verdad, sino porque temía ser procesado y condenado. Kissinger nunca temió a la verdad porque la versión suya de ella siempre estaba construida acorde a sus visiones e intereses.

Nixon no pagó por sus mentiras y Kissinger tampoco lo hará. Pero hay un par de cosas que podemos hacer para que prevalezca la verdad.

Recordar, por ejemplo, que Kissinger abrazó en su momento a Trump –sí, al mismo Trump de mil y una mentiras–, viéndolo como el vehículo perfecto para la realización de sus teorías (t.ly/4XvIs); y añadir el ser uno de los precursores de la posverdad a su larga acta de acusación (y a los futuros obituarios).