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Aprender a morir

Caprichos de la puntual

A

unque el título bien pudiera utilizarse para bautizar una cantina, lo cierto es que la puntual, como en este espacio llamamos a la muerte, se caracteriza por su naturaleza tan impredecible como inevitable. Hay quien le ha puesto la demócrata, habida cuenta de que, en este planeta, de acudir a su cita ningún ser sintiente se escapa y, entre los humanos, desde el más opulento hasta el más miserable, se ven sometidos a su benévola o cruel presencia, a su inesperada o deseada aparición, según las circunstancias en que sobrevenga. Ya podrá ser durante un apacible sueño o en un accidente vial, a causa de una costosa cirugía, por comer un alimento descompuesto o no ingerir ninguno, al salir de la regadera o al quedar en medio de un encuentro entre narcos, con todos los auxilios materiales y espirituales o en completa soledad, al iniciar un paseo en globo o al intentar llegar a Estados Unidos, abatido a balazos o quemado a fuego lento en un improvisado albergue para migrantes. Situaciones y escenarios pueden variar; la raya que no hay que brincar, nunca.

El negociazo que desde tiempo inmemorial es la muerte –un burro y con la quijada de éste Caín, primer homicida, mata a su hermano Abel, primero en estrenar una tumba, según el fantasioso Génesis– reside en la ignorancia humana, por un lado, y en el perverso manejo que los poderes han hecho de nuestra condición de mortales, por el otro. ¿Por qué perverso? Porque lo que es una simple ley de vida demasiados intereses en juego lo convirtieron en amargo final, amedrentador destino, retorcido ritual y redituable ceremonia, para supuesto descanso del alma del que se fue y emergente consuelo de los que no se han ido. El analfabetismo propicia el oscurantismo, el rechazo a la racionalidad mediante la imposición de una cultura que nutre la vista y el oído sin nutrir el espíritu ni desarrollar la conciencia. Esta calculada falta de educación, de deficiente formación del individuo, fomenta miedos en general y a la muerte en particular a partir de un dolorismo propagado que concibe a la puntual como castigo y terminación. De ahí el falso vitalismo y el lucro de farmacéuticas e instituciones de salud, más el quimérico combate a la enfermedad a cargo de infructuosas políticas sanitarias y culturales que promueven el consumo de basura alimentaria y mediática para luego contrarrestarla con medicamentos, hospitales y aulas domesticadoras.