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Bob Dylan filosofa
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▲ Portada del nuevo libro del Nobel de Literatura Bob Dylan.
Periódico La Jornada
Sábado 14 de enero de 2023, p. a12

El nuevo libro del premio Nobel de Literatura Bob Dylan es una obra maestra.

La suma de las aportaciones creativas es abundante: propone nuevas formas narrativas y desarrolla simbiosis ecléctica de ensayo novelado, relato ensayístico, parábolas, metáforas, anáforas, sinalefas y sus contrarias: las analefas, juegos de contradicciones, silogismos falsos irónicos, por supuesto abundancia de juegos de palabras, glosolalia, amplia variedad de recursos retóricos a manera de sonrisas, trompe l’oeil, juegos de apariencias, figuras sincrónicas, traslaciones temporales, analogías, emoción, intensidad, pasión. Muy Dylan.

Su título: The Philosophy of Modern Song, no es más que una forma de divertimento muy de Dylan, quien en la primera página da las gracias a my fishing buddy Eddie Gorodetsky for all the input and excellent source material y luego enlista a otras personas que le prestaron ayuda, para terminar agradeciendo a “all the crew at Dunkin’Donuts”.

Desde luego que no estamos frente a un tratado a lo Rousseau, a lo Heidegger, Kant o Hegel. Sería absurdo pedir eso a un autor de canciones que analiza canciones. El uso coloquial de la palabra filosofía no implica ínfulas. Es simplemente lo que Bob Dylan piensa al escuchar música, la que él considera interesante para comentarla, desglosarla, compartir ideas, recomendarla. Es una forma muy original del género reseña, en este caso reseña de discos.

Sugiero escuchar la playlist que lleva el mismo título del libro, en Spotify, para iluminar la lectura de los textos con el disfrute de las exquisiteces musicales que nos recomienda el maestro de maestros, Robert Zimmerman.

El libro consiste en 66 capítulos, cada uno dedicado a una canción donde Dylan hace derroche estilístico: alarga o acorta a placer la duración, intensidad, hondura o liviandad de los textos, de acuerdo con la naturaleza de cada canción. Hay capítulos que resuelve en cuatro, tres, hasta en un solo párrafo.

Hay derroche de recursos, por ejemplo, en el capítulo 38, dedicado a la canción My Prayer, escrita por Georges Boulanger, Carlos Gómez Barrera y Jimmy Kennedy, Dylan presenta una lista de otras canciones de plegarias y menciona a sus autores y a sus intérpretes (Glenn Miller, Garth Brooks, Bon Jovi, Dione Warwick) para destacar la versión que él prefiere: la de los Platters, a quienes, escribe Dylan, no les va el blues callejero, repleto de notas en bemol y dobles sentidos: ellos desgranan su soul con una soltura elegante a más no poder, natural y exquisita, con una sofisticación semejante a la de James Dean exhalando el humo de un cigarro, y eso se transmite desde una estación de radio en las estrellas donde siempre está anocheciendo.

Y luego de ese listado de canciones con plegarias, Dylan presenta una lista espectacular de canciones que toman melodías de composiciones de Serguei Rajmaninov, Johann Sebastian Bach, Muzio Clementi, Alexander Borodin y Johannes Brahms.

Es de lamentar que la traducción de Miquel Izquierdo para la editorial Anagrama sea pésima. En la versión original, en inglés, publicada por Simon and Schuster, están todos los elementos literarios que enumeré, entre otros, párrafos arriba.

En el libro figuran principios y certezas provenientes de la cocina de un autor de canciones como es Dylan: conocer la vida de un cantante no ayuda particularmente a comprender una canción. Lo que importa es lo que la canción te hace sentir sobre tu propia vida.

Su juego de referencias es objetivo. Por ejemplo, al analizar la canción Pum It, de Elvis Costello (Elvis es uno de esos tipos cuyos seguidores se mueven entre la pasión y la precisión), puntualiza que cuando escribió esa pieza “era obvio que llevaba demasiado tiempo escuchando a Bruce Springsteen, aunque también había tomado una buena dosis de Subterranean Homesick Blues”.

Estamos frente a un tratado estricto y con todas las de la ley, del arte de hacer canciones. Ejemplifico: Escribir canciones, como todos los demás tipos de escritura, se basa en buena medida en la edición: reducir los pensamientos a su esencia. Los escritores noveles suelen esconderse en filigranas. A menudo, el arte reside en lo que no se dice.

Cuando analiza la canción de Kurt Weil titulada Mack the Knife, tritura: “La obra alemana titulada La ópera de tres centavos, más que una ópera, es una obra de teatro con canciones. La otra cara de la moneda era Porgy and Bess, considerada también ópera, al menos por su autor, George Gershwin. En realidad, tampoco es una ópera, sino una historia sobre dos personas, con canciones esparcidas por aquí y por allá”.

Y destaca lo que le parece más atractivo, además de las melodías de Weil y Gershwin: los nombres de los personajes de esas obras: Sportin’Life, Mingo, Strawberry Woman, Crab Man, Scipio, Polly Peachum, Tiger Brown, Filch y, por supuesto, Mack El Navaja (Mack the Knife).

En su arsenal de recursos narrativos, presenta variantes de la anáfora y otras formas de repeticiones, por ejemplo, su manera de iniciar muchos capítulos con la misma frase, metamorfoseada: Capítulo 19, Beyond the Sea, Bobby Darin, 1958: En esta canción, tu felicidad está más allá del ancho mar, y para llegar allá hay que cruzar lo ignoto.

Capítulo 17, Ball of Confusion, The Temptations, 1970: En esta canción, todo se descarrila.

Capítulo 15, Wiffenpoof Song, Bing Crosby, 1947: Esta canción es la calavera sonriendo. Una canción para los entendidos, una canción con pedigrí, una canción de rancio abolengo.

Y esgrime preceptiva: “El contexto lo es todo. Ayudar a la gente a acomodar las cosas de las canciones en sus vidas resulta mucho más efectivo que atosigarle todo en sus gargantas. He aquí –en referencia a la canción que canta Bing Crosby– una manera diferente de pararse frente a una canción de amor”.

El capítulo 22, The Little White Cloud that Cried, Johnnie Ray, 1951, es enternecedor. Dylan se pone a hablar de those who cry y, al final, suelta una lista impresionante de 26 canciones cuyos autores o intérpretes rompen a llorar mientras cantan, además de él.

El capítulo 23, El Paso, Marty Robbins, 1959, es un bello ejemplo de una de las vertientes que ha desarrollado Bob Dylan en su propia carrera como autor de canciones: aventuras amorosas allende la frontera con México, como por ejemplo Romance in Durango, donde incluso Dylan canta frases en español.

No llores, mi querida

Dios nos vigila

Soon the horse
will take us to Durango

Agárrame, mi vida

Soon the desert
will be gone
Soon you will be dancing the fandango

Eso en la canción de Bob Dylan, mientras en El Paso, tenemos también música mexicana, tex mex, bluegrass, folk, elementos de corrido norteño mexicano, incluso dejos de mariachi y, fundamentalmente, el espíritu de ese gran género primordial que es el son, el son mexicano.

Bob Dylan escancia así en su nuevo libro una mirada reflexiva sobre el arte de hacer canciones, desde la escritura de los versos, su sintaxis, su prosodia, así como sus transformaciones melódicas, instrumentales y sus variantes de acuerdo con el intérprete, elementos que Bob Dylan presenta en sus textos y nos dice cuál de esas versiones prefiere y por qué.

Y todo eso entreverado en cada texto, como en el capítulo 24, Nelly Was a Lady, cantada por Alvin Youngblood Hart, y escrita por el legendario Stephen Foster, a quien Bob Dylan considera el homólogo de Edgar Allan Poe. Esta es una canción arrolladora concebida para que cualquiera que jamás viviera una vida se eche a llorar.

Sigue Dylan en su reseña sobre Stephen Foster: “Las cadencias en la guitarra bailan un cake walk lento entre estrofas desoladas, una pérdida compartida en el porche. La melodía seguirá en tu cabeza mucho después de que hayas olvidado la historia y cada vez que la canturrees vas a derramar una lágrima”.

El espacio se acabó y hay mucho que decir todavía sobre el nuevo libro de Bob Dylan, The Philosophy of Modern Song, esa obra maestra.

A diferencia de las tres letras al final de una película: End, aparecen aquí tres palabras: To be continued…

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