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A una década de la gran pérdida de Carlos Fuentes
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ace ya poco más de 10 años que murió Carlos Fuentes (15 de mayo de 2012) en la Ciudad de México y perdimos a una de las piedras angulares de la gran literatura mexicana. Sigo extrañándolo. A veces veo a su hija Cecilia, hija también de Rita Macedo… En una comida en la casa se juntaron dos hijas de José Luis Cuevas. Ximena y María José con Cecilia Fuentes, y las tres me contaron lo que para ellas había significado ser hijos de dos genios, Fuentes y Cuevas, que primero lanzó a la fama Fernando Benítez con su suplemento cultural México en la cultura. Benítez hizo que muchos lectores y críticos de arte lanzaran con él, en los años 50, a dos grandes figuras.

Si un escritor abarca el siglo XX es Carlos Fuentes, quien al igual que Octavio Paz, aun sin el Nobel, expandió nuestras fronteras y convirtió el océano Atlántico que nos separa de Europa en un oleaje de letras.

Veneramos a Octavio Paz no sólo por su poesía y porque nos honró con el Nobel en 1990, sino porque formó a varias generaciones, pero también admiramos (y mucho) a Carlos Fuentes, porque apostó a novelas como Terra nostra, de 783 páginas, publicada en 1975, y Cristóbal Nonato, de 563 páginas, que se publicó 12 años después, en 1987. ¡Qué desmesura! No es el número de páginas lo que nos apabulla, sino la ambición de abarcarlo todo, decirlo todo, cubrir a nuestro continente de palabras. Carlos Fuentes se la jugó a lo largo de los años con una obra infinita que rebasa a México y supera a su novelística anterior por más que admiremos a Mariano Azuela, a Martín Luis Guzmán o a Nelly Campobello. Cada vez que lo veo, Áxel Vega Castillo, estudiante que ama la literatura, me habla con fascinación del Chac Mool que se publicó en Los días enmascarados, el primer libro de Fuentes.

Carlos Fuentes giraba a más de 4 mil revoluciones por hora. Como relámpago, alumbró nuestro espacio literario desde La región más transparente hasta su último ensayo literario, que suscitó polémicas y enojos. Fuentes, como tromba, siguió adelante; ningún autor más prolífico, ninguno más aventado, y hay que recordar que lo único que no figura en su cosmogonía es la poesía, aunque late en el ritmo de sus frases y en el vuelo de sus ambiciones. Convirtió cada una de sus novelas en una empresa formidable. Él era Balzac y Kafka, Dos Passos y Faulkner, y a todos sus contemporáneos agradeció que escribieran a su lado, a William Styron y a Milan Kundera, a Nadine Gordimer y a Susan Sontag, y sobre todo a Salman Rushdie, a quien defendió cuando más lo perseguían los islamistas. Fuentes, también se acercó a los jóvenes de entonces y alentó a Xavier Velasco y a la generación del Crack. Ver en estos días la película sobre el secuestro de la francesa Florence Cassez y el encarcelamiento de Israel Vallarta, en la que participó Jorge Volpi, en la película de Gerardo Naranjo, es sentirse orgulloso de su actitud en la vida (además de su literatura).

Cualquier lector mexicano sabe lo que significa leer a Fuentes, porque al construir capítulo tras capítulo, construye también a sus lectores de habla hispana. Si sabemos que somos más de 500 millones, podemos tener la certeza de que el castellano ondea en la cabeza de muchos hombres.

Fuentes quiso que esos millones fueran libres y sentenció: Si no tienes educación, descuenta lo demás, no tienes nada. En 2001, invitado por la Unicef, que lo había premiado, dijo en una buena conferencia en Guatemala: Yo soy Carlos Fuentes, y creo que todos los niños tienen el derecho de crecer con buena salud, con paz y con dignidad. El destino de la niñez latinoamericana es inseparable del destino social, político y económico de cada una de nuestras naciones. También se refirió a los 2 millones de niños que han muerto en conflictos armados en el mundo y a los 100 millones que viven en la calle. Asentó que nuestro peor crimen es el abandono de la niñez. A todos conmovió con la gravedad de su tristeza.

Decía Octavio Paz que lo único que importa es la obra, y Carlos Fuentes dejó una grande. Después de La región más transparente, que lo hizo célebre en 1958, en 1962 siguieron Aura y La muerte de Artemio Cruz, que aparecieron con meses de diferencia. Fuentes cabalgó a galope tendido en el llano de la novelística mexicana. Para él, la Ciudad de México fue una mujer a veces de ojitos de capulín y tacones altos, como la Gladys García de La región más transparente, a veces como amante que todo asume y todo aguanta, como Regina, la de la mirada soñadora y encendida, la compañera de a de veras del revolucionario que se traiciona a sí mismo: Artemio Cruz”.

Si alguien tuviera oportunidad de regresar a la tierra y pasar de un tiempo a otro, ése sería Carlos Fuentes, porque a diferencia de muchos tiró a lo grande y vivió su presente a galope tendido, tragándoselo todo. Carlos hizo feliz a sus padres, a sus amigos. Recuerdo que su papá, diplomático, me dijo en alguna ocasión con una media sonrisa cuando me acerqué a saludarlo: Ahora ya no soy don Rafael Fuentes, ahora soy el papá de Carlos Fuentes.

Fuentes se lanzó a lo grande, dio conferencias en todas las universidades de Estados Unidos y enseñó en Princeton y más tarde en Harvard; vivió en Martha’s Vineyard, en Boston, y finalmente en su casa de Londres, Inglaterra. Ahí escribió de la España de los reyes católicos y del México moderno, nos regaló una visión inédita de la ciudad que antes llevaba el espantoso nombre de Distrito Federal y desacralizó a la Revolución Mexicana que produjo un millón de muertos y un montón de multimillonarios, que más que admiración causaron alarma y desprestigian a México, cuando él, Carlos Fuentes, con su obra y su conducta sólo hizo el bien a nuestro país.

Así como el mismo Fuentes dijo, no ha muerto, ha cambiado de lugar. La idea de la muerte jamás le fue ajena, siempre supo que la calavera de José Guadalupe Posada se aparece cuando menos la esperamos. No tuvo miedo. La veía como a la Catrina, alta, flaca, con un gran sombrero charro de papel maché. Para eso era mexicano, para saber que ni un solo ay, ay, ay, ay, tequila en mano, ni un acorde de guitarra, ni un sarape de Saltillo, ni un grito de chile verde picante pero sabroso, ni el amor de Rita Macedo y su hija Cecilia, ni Ixca Cienfuegos, ni María Félix tienen poderes contra la muerte. Fuentes fue un hombre de cristal en cada una de las líneas que escribió en una máquina de escribir con su dedo índice que terminó de enchuecarse de tanto usarlo. Nos hizo, sin proponérselo, el relato de su vida, su muerte y el de su gran amor a la literatura. Trepidante, sin querer queriéndo, escribió el relato de su vida, el de la vida de Sylvia, su segunda mujer, el de su hija mayor, Cecilia, y el de sus dos hijos que supieron antes que él que el mundo está en llamas y que la relación con la muerte es finalmente nuestro único calendario solar.