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Arriba y adelante
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rente a las oficinas de la Secretaría del Trabajo, los empleados de Spicer y sus esposas realizan un mitin. Son 600 obreros que exigen el reconocimiento de su sindicato. Durante 120 días paran la cadena de producción de la empresa. Entre el 11 y el 15 de agosto de 1975 ocupan la planta. Es la semana del poder obrero.

La concentración es parte de esa protesta obrera. El secretario Porfirio Muñoz Ledo se niega a recibirlos. Grupos de granaderos comienzan a rodear a los trabajadores. Los motociclistas hacen rugir sus máquinas y amenazan con embestir a quienes protestan. Pero, cuando están a punto de cargar contra los obreros, la banda de guerra del sindicato, enarbolando la bandera mexicana, comienza a entonar el Himno Nacional. Los uniformados frenan desconcertados. No por mucho tiempo. Dos minutos después lanzan sus máquinas contra hombres, mujeres y niños. Indignado, un músico estrella su trompeta contra el casco de un motorizado. La multitud se dispersa rabiosa y golpeada.

Emblemático como pocos, Spicer fue uno de los movimientos que alimentó la insurgencia obrera durante el periodo de Luis Echeverría. Centenares de huelgas estallaron en empresas por todo el país, reclamando democracia sindical y mejores condiciones laborales. Como en el caso de la empresa productora de ejes para automóvil, en la mayoría de los casos la respuesta gubernamental fue de cerrazón, despidos y violencia. Sin ir más lejos, el 14 de febrero de 1974 fue secuestrado, torturado y asesinado por la policía de Yucatán el asesor sindical Efraín Calderón Lara.

Para ocultar su negativa al diálogo, Echeverría utilizaba una palabrería de relumbrón tercermundista. Un pequeño botón de muestra de su talante autoritario. Cerca del final de su sexenio, sindicatos independientes, a los que las autoridades laborales negaban el registro legal, efectuaron un mitin frente a Los Pinos, para solicitar audiencia con el mandatario. Sin dar oportunidad a que se acercaran a entregar su petición, policías y soldados vestidos de civil los señalaron y amenazaron hasta obligarlos a replegarse. Reiteradamente, la sordera presidencial era proporcional a su demagogia.

La efervescencia social en aquellos años iba mucho más allá del movimiento obrero. El campo y las periferias de las grandes ciudades estaban en llamas. Sólo en 1973 los campesinos realizaron más de 600 tomas de tierras. En Chihuahua, Monterrey, Durango, Zacatecas y la Ciudad de México, los antes llamados precaristas ocuparon predios e instalaron campamentos urbano-populares autogestionados. Los pueblos indígenas se movilizaron en defensa de sus recursos naturales, por tierra, salud, educación, contra los cacicazgos y en favor de sus derechos culturales. En decenas de universidades surgieron movimientos en pro del autogobierno y el compromiso con las causas populares.

Aunque capoteó algunas, Echeverría se ensañó contra esas luchas. En multitud de ocasiones, el Ejército desalojó violentamente a labriegos, obreros y colonos. La policía política se volcó contra los activistas comprometidos con el cambio del país desde abajo. Cientos fueron perseguidos, encarcelados, asesinados o desaparecidos. Sobre sus cabezas colgaban, como espadas de Damocles, innumerables órdenes de aprehensión.

Peor fue la represión contra jóvenes, maestros y campesinos que, convencidos de la ausencia de espacios democráticos para la lucha, tomaron el camino de las armas. Al margen de cualquier consideración legal, sufrieron la violencia salvaje del Estado, en una guerra que no se atrevió a decir su nombre. No fueron las únicas víctimas. El presidente se ensañó con miles de inocentes que compartían con ellos territorio o lazos consanguíneos.

En su cuarto Informe de gobierno, Echeverría acusó a los rebeldes que lo desafiaron de ser cobardes terroristas manipulados por oscuros intereses políticos, surgidos de hogares en proceso de disolución, criados en un ambiente de irresponsabilidad familiar, víctimas de la falta de coordinación entre padres y maestros, de lento aprendizaje, adolescentes inadaptados, con inclinación precoz al uso de estupefacientes, sexualmente promiscuos y con un alto grado de homosexualidad masculina y femenina. Incapaz de comprender las raíces de la revuelta, su explicación lo dibuja de cuerpo entero.

Sin embargo, al mismo tiempo, asiló (y con frecuencia dio empleo) a cientos de izquierdistas provenientes de las dictaduras latinoamericanas, sobre to­do chilenos. Su solidaridad hacia Cuba fue innegable.

No paran ahí los claroscuros. En las Casas Ejidales de organizaciones campesinas en las Huastecas, el sur de Sonora, Tlaxcala, Veracruz y otros estados más, junto a las flores y las imágenes de los agraristas muertos en la lucha, hay (o hubo) fotos de Echeverría. Algunos ejidos, incluso lo invitaban a festejar el reparto agrario que los había creado o ampliado su dotación de tierras. En varias ocasiones, en su representación asistió su hijo Álvaro.

¿Con cuál de todos los Echeverría quedarse?: ¿con el de la matanza del 10 de junio y la masacre de Tlatelolco o con el que estableció relaciones diplomáticas con China?, ¿con el de los vuelos de la muerte y las ejecuciones extrajudiciales en Guerrero o con el que llamó al Consejo de Seguridad de la ONU a solicitar que el régimen de Francisco Franco fuera suspendido del ejercicio de los derechos y privilegios inherentes a su calidad de miembro?, ¿con el artífice del golpe contra Excélsior o con el promotor de la cultura popular?

La respuesta sólo puede ser una: hay que recordarlo por las mujeres violadas por la fuerza pública, los asesinados, torturados, encarcelados, perseguidos y despedidos de sus trabajos que perpetró su gobierno. Luis Echeverría pasará a la historia, no por lo que aparentó ser, sino por lo que en realidad fue: un político con las manos manchadas de sangre.

Twitter: @lhan55