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Petro/Márquez: ¿de la resistencia al poder?
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a victoria político-electoral de Gustavo Petro y Francia Márquez es resultado, en buena medida, de la gran rebelión popular de masas empobrecidas que, en abril de 2021, y por más de dos meses y medio, protagonizó el Paro Nacional, que a pesar de la represión violenta del régimen de Iván Duque −con saldo de 80 muertos, un centenar de detenidos-desaparecidos y encarcelamientos−, terminó sumiendo en una profunda crisis de hegemonía y legitimidad al bloque de poder oligárquico-contrainsurgente que durante 74 años ha dominado ese país sudamericano.

Ese largo ciclo histórico iniciado con el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y continuado en los años 60/90 bajo el modelo de Estado de la seguridad nacional, impuesto al país por la administración de John F. Kennedy –y que mediante operaciones sicológicas encubiertas, la guerra sucia y el narcoparamilitarismo derivó en el terrorismo de Estado−, se consolidó en su última fase durante los gobiernos de la llamada seguridad democrática de Álvaro Uribe (2002-2010) y sus sucesores en el Palacio de Nariño (Juan Manuel Santos e Iván Duque), y tomó la forma de un capitalismo neoliberal mafioso.

Asimismo, Colombia se convirtió en un cuasiprotectorado de Estados Unidos, subordinado militarmente al Comando Sur del Pentágono, que utiliza las bases aéreas de Palanquero (centro), Apiay (este) y Malambo (Caribe, norte); los fuertes del Ejército en Tres Esquinas (sur) y Tolemaida (centro), y la bases navales de Cartagena (Caribe) y Bahía Málaga (Pacífico, oeste) como centros de inteligencia (complementados por una red de radares) y operaciones clandestinas de su personal militar y sus contratistas privados −incluida la denominada brigada de Asistencia de Fuerza de Seguridad, una unidad de élite del Ejército de Estados Unidos− y como cabeza de playa de la estrategia de contención de ese país del norte en Sudamérica; pero en particular, como un cerco geoestratégico que rodea el Caribe, la Amazonia y la zona andina de la Venezuela bolivariana, papel que ha sido reforzado con la incorporación de Colombia como socio global de la OTAN.

En ese marco, y precedido por los paros agrarios, las mingas indígenas y la oleada de descontento de 2019, el estallido social que conmovió a Colombia el año pasado −protagonizado por estudiantes, campesinos, sindicalistas, pueblos indígenas, negritudes y mujeres pobres que nunca habían participado en las luchas políticas, y con epicentro en Bogotá y los departamentos de Córdoba, Cauca y valle de Cauca−, hizo que la contrainsurgencia y el terrorismo de Estado, tradicionalmente fenómenos de naturaleza rural o agraria, trasladaran la guerra a las ciudades y que sectores de clase media vivieran en carne propia el carácter represivo contrainsurgente del Estado colombiano, en particular el accionar extralegal y criminal del Ejército y el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) de la Policía Nacional.

Con su indudable deriva pedagógica social-clasista y sus incipientes formas organizativas, la movilización popular de 2021 terminó por erosionar y deslegitimar a la casta oligárquica uribista y su base de apoyo: el fascismo social (Boaventura de Souza Santos dixit), incluido el paramilitarismo urbano. Históricamente ninguneados, los “ nadie” perdieron el miedo y una de las consignas que se generalizó en las protestas fue: Uribe, paraco, el pueblo está berraco. En una Colombia signada por el horror y el terror estatal y paramilitar (de donde deriva paraco), que han dado lugar a una nueva rama del saber: la violentología, es un lugar común oponer a la violencia lo berraco, expresión traducible como una conjunción de valentía, bravura y fortaleza, y en ocasiones, también furia o ira. Como explica Lautaro Rivara, berraca es la dificultad, pero también su superación. Berraca es la guerra y berracos son quienes sobreviven a ella.

Según Renán Vega Cantor, en esa coyuntura inédita, el senador Gustavo Petro (ex guerrillero del M-19, ex alcalde de Bogotá y candidato del Pacto Patriótico, la coalición de centro izquierda que lo catapultó al gobierno), “pensando en las elecciones (…) fue supremamente tímido, incluso más que cauto” y no se involucró directamente en la protesta, señal de que las agendas de la movilización social y la electoral no siempre coinciden.

No obstante, un año después, junto con su compañera de fórmula, la afrodescendiente Francia Márquez (aldea de Yolombó, Cauca, 1981, activista contra el extractivismo minero ilegal, desplazada forzada tras la amenaza del grupo paramilitar Águilas Negras, abogada antipatriarcal en lucha contra el racismo estructural y en defensa de la madre tierra), Petro pudo capitalizar en las urnas el descontento generalizado.

Ambos derrotaron a la oligarquía más sanguinaria del subcontinente y a los tres holdings financieros-industriales-mediáticos que controlan las audiencias (la Organización Ardila Lülle; el Grupo Santo Domingo, propietario de Caracol Televisión y El Espectador, y la Organización Carlos Sarmiento Angulo, el hombre más rico de Colombia, propietario de El Tiempo), y generaron una crisis de hegemonía en el sistema de dominación. De allí la importancia histórica de la victoria.

Entre sus prioridades, Petro y Márquez prometieron hacer de Colombia una potencia mundial de la vida (en un país de muerte ‘otanizado’); cumplir con las obligaciones del Estado colombiano emanadas del Acuerdo de Paz de La Habana con la insurgencia de las FARC-EP, saboteado por Iván Duque, y retomar el diálogo con el Ejército de Liberación Nacional, que ya aceptó; impulsar una política de desarrollo no extractivista y promover una integración regional sin exclusiones, aunque se ignora cuál será la política hacia Cuba, Nicaragua y Venezuela, satanizados como la troika de la tiranía por John Bolton. En principio, Petro ya se comunicó con el gobierno de Nicolás Maduro para reanudar las relaciones diplomáticas y comerciales rotas en 2019.

Los desafíos son tremendos. El principal, como ha repetido Francia ante las multitudes envalentonadas de los nadies, será pasar de la resistencia al poder. Pero para ello −dada la dependencia de Estados Unidos y una derecha que nunca duerme−, habrá que sortear infinitas emboscadas y construir una nueva hegemonía popular.