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¿Cuál es nuestro origen?
L

os tiempos que corren expresados en neurosis traumáticas de toda índole me llevan al pensamiento filosófico de Derrida, quien dedicó su vida a la crítica de la metafísica tradicional.

A pesar de que hubo desencuentros entre Jacques Derrida y Octavio Paz y Carlos Fuentes, en realidad fueron malentendidos. No en balde los trabajos de ingreso a El Colegio Nacional de nuestros pensadores coinciden desde la analogía, la metáfora y la alegoría con los del francés.

La archihuella fue el término que Derrida empleó para determinar el ámbito general de los signos, al limitarlos al campo estrictamente lingüístico. Esto abarca todos los signos en general y representa la posibilidad del lenguaje como entrada, como sistema articulado, con un origen constantemente diferido, como condición de toda forma de lenguaje.

Todo elemento habrá de remitir a otro. Toda diferencia es sentida y trazada por las demás diferencias. Todo elemento se constituye y parte de la huella que sólo existe para otra herida y no hay ninguna que sea originaria.

El origen es que no hay origen. La diferencia es más en el origen de todas las diferencias posibles, es la huella infinita como archihuella, como movimiento del origen absoluto del sentido, afirma Derrida.

Por otra parte, el pensamiento de la huella, el tiempo que rompe toda la evidencia de la irreversibilidad del tiempo (concepción lineal de la temporalidad), acaba con todo recurso a una lógica de la estructura de entrada, que no es otra que la de la historia de la metafísica como discurso teórico centrado alrededor de un centro privilegiado: la presencia.

Derrida agrega que a lo largo de la historia nuestra sociedad occidental se ha definido por aspiraciones muy concretas: la búsqueda y el logro de la máxima eficacia, el rendimiento y la utilidad más absoluta; es decir, por la conquista del saber del poder regida por una mezquina lógica utilitaria necesaria para la sobrevivencia del sistema y de las instituciones, en un sistema que no arriesga absolutamente nada. Las instituciones imponen un lastre de violencia a esos grupos sociales, moviéndose solamente entre la búsqueda de la familiaridad, permitiendo la integración de un saber aparentemente inofensivo y rechazando el pensamiento que se juzgue más amenazador.

Esto, llevado al grado extremo más ominoso, tan aterrador que resulta incontenible, se vio brutalmente patentizado en las Guerras Mundiales, donde el fantasma de la muerte desfiló vestido de rojo oscuro en grotesco carnaval de gemidos y espectros.

Lugar donde ahora con mudos pasos el dolor cabalga a la grupa de la muerte con la que se juega hoy en el mundo.