l presidente de Estados Unidos, Joe Biden, calificó a los seguidores de su predecesor Donald Trump de grupo extremista
y advirtió que el movimiento comandado por el magnate, Make America Great Again, representa un peligro para los valores democráticos estadunidenses al ser la organización política más extrema en la historia reciente
del país. En conferencia de prensa, el demócrata sostuvo que las iniciativas republicanas son favorables a los ricos, mientras su agenda está destinada a la clase trabajadora.
Estas expresiones, vertidas en el contexto de toma de posiciones ante las elecciones legislativas de noviembre próximo, muestran que el gobierno de Biden no ha podido superar la profunda crisis política, institucional y social con que inició su mandato. En el poco más de un año transcurrido desde que llegó a la Casa Blanca, no sólo no ha logrado cerrar la ruptura creada por Trump al desconocer los resultados electorales y convocar a sus simpatizantes a hacer lo propio, sino que ha asistido al avance de la ultraderecha en temas como el proyecto de la Suprema Corte para anular la protección constitucional al derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos en materia reproductiva, o la ola de legislaciones locales que restringen el derecho al voto de sectores tradicionalmente contrarios al Partido Republicano.
En medio de esta ofensiva conservadora, cuyo punto de partida puede ubicarse en el asalto al Capitolio de enero de 2021, el presidente demócrata ha estado lejos de hallarse a la altura del desafío. No ha tenido ningún éxito en reconducir a la ciudadanía trumpista al marco de la institucionalidad y la discusión racional –algo que se antoja ciertamente difícil, dado el nivel de fanatismo y cerrazón de este sector–, pero tampoco ha sido capaz de concretar modificaciones sustanciales en materia económica para el bien de las mayorías.
Con el paso de los meses se ha evidenciado que Biden sigue sujeto a un trumpismo sin Trump
, y que en algunos ámbitos continúan o hasta empeoran las orientaciones de su antecesor. Tal es el caso de la política exterior, donde prosigue el hostigamiento y la violación de la soberanía de los estados cuyos gobiernos no le son afines, y donde ha desplegado una postura incluso más imprudente que la que se habría esperado de su antecesor en el conflicto ruso-ucranio: en vez de usar su influencia para impulsar una salida negociada, ha atizado la guerra a niveles alarmantes al canalizar una provisión casi ilimitada de armas a Kiev, medida que en nada ha favorecido la situación del pueblo ucranio y que se entiende, en cambio, como una concesión a la industria armamentista y a los halcones estadunidenses.
En lo que toca al tema migratorio también parecería que sigue gobernando Trump. Pese al cambio retórico y a las promesas para abordar las causas de la migración, en el día a día impera la lógica de detener a los migrantes, y se pospone de manera indefinida una solución integral. Ejemplo de ello es que hasta ahora no se ha dado una respuesta seria y estructurada a las propuestas del gobierno mexicano para trabajar de manera conjunta en el desarrollo de los países centroamericanos, que son los principales expulsores de población.
Con estas ambigüedades y ambivalencias, Biden construye su derrota en las elecciones que determinarán el control del Congreso dentro de unos meses, y prepara la revancha de Trump en 2024. Para enderezar su proyecto tendría que ir más allá de la actual insustancialidad y asumir posturas consistentes con la defensa de los derechos amenazados por el trumpismo –en particular, los de las mujeres, afroestadunidenses, comunidades de la diversidad sexual y migrantes–, así como en medidas efectivas para rescatar a las personas más pobres, entre las cuales Trump ha construido su bastión ante el abandono en que las dejó la clase política tradicional, tanto demócrata como republicana.