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De cuentos y gatos
H

ace tiempo, después de una conferencia, se le acercó a Octavio Paz una célebre maestra de literatura. La precedían sus títulos y la acompañaba una cauda de estudiantes que demandaban su atención. Los admiradores de la maestra y del poeta formaron un gran círculo entorno a ellos.

Ella le ofreció al escritor una hoja donde había escrito un poema y le pidió su opinión.

El poeta leyó con detenimiento y le regresó la hoja a su autora con una sonrisa mientras decía, con voz clara, que era perfecto.

Camino al estacionamiento le pedí al poeta que me recomendara alguno de los libros de la maestra para comprarlo.

– No lo haga, sus endecasílabos son perfectos pero eso no es poesía.

Algo similar ocurre con cuentos y novelas. Buenas historias echadas a perder con prosas tartamudas y prosas perfectas, esmeriladas palabra por palabra que no dicen nada.

A las decenas de textos sobre la tragedia de Chernobil o la masacre del 68 se impusieron por su sólida estructura literaria los libros de Svetlana Alexiévich y Elena Poniatowska. Se convirtieron en la referencia que fijaron para siempre esas tragedias. Los libros se miden por la emoción que provocan.

Al vizconde de Chateaubriand debemos los mejores ensayos y crónicas sobre un tema no sexi: la burocracia napoleónica, pero también el inicio de la prosa moderna. Las memorias de ultratumba y otros de sus libros inspiraron al jovencísimo Víctor Hugo, quien sólo buscaba escribir como él. El rumor que dejaban las sílabas de Chateaubriand era emocionante.

También a un profesor de comunicación visual debemos una de las más fascinantes novelas de los últimos cuarenta años.

El nombre de la rosa que, con Memorias de ultratumba, renovaron, como pocos libros, la gana de contar.

Pese a los grandes periodos de sequías en materia literaria –aunque las mesas de novedades en las librerías se desparramen–, hay años benévolos para los lectores.

Hace medio siglo aparecieron, casi simultáneamente, tres libros que cumplían aquella exigencia de Cortázar sobre los cuentos, si lo son de veras: de caer parados como los gatos.

“Es curioso que muchos cuentistas no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística –nos dice Cortázar–, sino de esa meditación primaria en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio… y la complejidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos.”

Hace medio siglo fueron publicados tres libros de cuentos de muy distinta inspiración: Ojos de perro azul, en el que Gabriel García Márquez recopilaba sus primeros cuentos, El grafógrafo, donde Salvador Elizondo reflexionaba sobre la escritura misma y a quien García Márquez no bajaba de snob (antes, claro, de que uno de sus hijos se casara con Pía Elizondo, hija de Salvador) y El Principio del placer, donde José Emilio Pacheco reunió algunos de sus deslumbrantes cuentos. Los tres libros de cuentos eran muy diferentes entre sí, aunque todos, como exigía Cortázar, siempre caían de pie.

En medio siglo, se han publicado estupendos libros de cuentos, pero el mercado ha contribuido a volverlos invisibles en un cambiante mar de novedades. Hace años el sello editorial Joaquín Mortiz garantizaba buenas lecturas. Hoy los sellos más prestigiosos nos dan con frecuencia gato por liebre.

Recientemente el concurso de cuento Ventosa-Arufat-Fundación Elena Poniatowska se ha propuesto visibilizar y circular los mejores cuentos de jóvenes a través de un premio y de la publicación de sus trabajos.

En el segundo concurso participaron como jurados la directora de Literatura de la UNAM, Anel Pérez, la traductora y divulgadora Laura García y el escritor argentino Enrique Nanti, acompañados siempre por Elena Poniatowska, quien se puso a corregir algunas cosas mínimas de los mejores cuentos cuando era necesario.

Celebro que un concurso literario busque promover los cuentos que caen de pie como los gatos. Es un estupendo ejercicio de simpatía por los lectores y un pequeño guiño al Cronopio Mayor.