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Defensores de la libertad
L

os defensores de la libertad, sobre todo los radicales, llevan el riesgo de aparecer como oportunistas. O, en mejor caso, como ciudadanos en pos de enemigos por vencer. Para ellos la monotonía del diario acontecer les presenta siempre una ocasión para cubrirse de gloria y ganar adeptos. Muestran de inmediato su disposición a poner talento y prestancia sin titubeo alguno. Son personajes que, para sus adentros, imaginan acrecentar los valores patrios, humanos, sociales o de otra índole. Los que se afilian a la defensa de su ideología son los que, por ahora, brillan con insistente premura entre audiencias de élite. Desean combatir, con decisión, toda forma de parcialidad y sujeción o de afiliación partidaria, ya sea en torno de la ciencia, el deporte, las artes, le economía o la enseñanza. Asumen que los intentos de reformar instituciones son, en realidad, afanes de controlarlas y modelarlas al gusto. En su mero fondo se afilian, de cuerpo entero, al modelo concentrador, vigente durante décadas.

No es así, de tan fácil y graciosa manera, como hay que aparecer en la disputa por la conducción del presente. Prestarse como inteligente abocado a guía y orientador social, productivo o político, arrinconando los intentos de cambio hasta presentarlos como indeseables o totalitarios, es fácil tarea. Meditar, con sencillez personal lo que aun a tropezones se desea y se debe modificar, puede ser una ruta alterna, deseable y conveniente. Pero tal vez sea mucho solicitar a la oposición, sobre todo a la que luce informada o meramente crítica. Profesar la condena inmediata, como actitud permanente, desemboca en clara incomprensión de lo que está sucediendo aquí y ahora. Por ejemplo, en los intentos que se desgranan desde el núcleo del poder nacional para enfrentar el presente y darle nuevo cauce. Aseguran que todo lo que de ahí provenga queda reducido a intentonas desarrapadas, carentes de planteamientos sólidos y articulados. Son, en todo caso, buenos deseos sin sostenes y continuidad, concluyen. Un simple conjunto de palancas que no ayudan a levantar los pesos muertos. No les importa que, tales fardos, se apilen por montones como herencias malditas.

Acusar de ataques despiadados del régimen contra las universidades y centros de excelencia del país lleva implícito el juicio de sus bondades efectivas. Nada hay en esos impulsos que trabaje para la transformación, aseguran con pesada suficiencia. Son, en resumen, someros, secos propósitos de control para imponer ideologías que vagan sin concierto ni asideros. Afiliarse al yo defiendo es, según esta narrativa de valor cuestionable, una actitud heroica y libertaria. No importa que la universidad esté bajo férreo manto de caciques feroces, mientras se muestren generosos con sus cotidianos protegidos y defensores. Aquí cabe también el apiñado batallón de defensores del INE, institución conducida por un grupúsculo que se niega a desterrar sus prácticas patrimonialistas.

Difundir llamados para que escuelas y centros de estudios vuelvan a las aulas presenciales son catalogados como suicidas o irresponsables. Cambiar estatutos y funcionarios desde lo público en entes públicos (CIDE) para ensayar aperturas complementarias a enquistadas tendencias y prácticas que han sido seculares por años, se aprecian, tajantemente, como ambiciones totalitarias. Proseguir en la detallada disputa del presente, con el talante opositor a ultranza, hará difícil la ruta del cambio para avanzar y mejorar.

Caso similar se puede atisbar en el forcejeo sobre la industria energética del país. La vastedad de los intereses en juego ha movilizado recursos de alcance continental. No hay medianías ni, en apariencia, puntos de contacto o acuerdo. Se trata, según la oposición sin mesura, de un juego en que está pendiente la libertad de empresa, la del mercado y la modernización eficiente de la industria más importante del país. Su orientación y modos de operación deben ser dejados donde están, desde el agraciado momento en que se inició el periodo neoliberal. La conclusión legislada durante el sexenio peñista es la adecuada formulación de la eficiencia, asegura la narrativa privatizadora. Así hay que conservarla sin importar los miles (cientos de miles) de millones que cuesta a la hacienda pública sostenerla, es decir, a los mexicanos todos. Alegar los costos que se habrán de cubrir ante las demandas en tribunales extranjeros o bajo cobertura de tratados internacionales es insertar, en la discusión, flamígeras amenazas impagables. Mundos terribles por venir y caer sobre todos los mexicanos. Fantasmagóricos escenarios terminales ante los cuales hay urgencia de apartarse o de clamar por agentes venidos desde el imperio a poner orden y sensatez. Hasta ahí llegan sus rencores y plegarias para ganar la partida en curso.

El espejo español de estos encarecidos días es patente y hasta grotesca enseñanza que se debe asumir como preventiva.