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Poder, Estado y capital: la soberbia es el eje
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na cosa es domesticar y otra muy distinta dominar. Para sobrevivir, reproducirse y expandirse, la humanidad domesticó la naturaleza y fue al mismo tiempo domesticada por ella. Se trató de un fenómeno recíproco, un proceso coevolutivo. Domesticar implica conocer, explorar, interrogar y dialogar con lo que se domestica. Conlleva delicadeza. Por el contrario, quien domina impone, aplasta, suprime, avasalla y explota. De los 300 mil años, tiempo de existencia de la especie humana, sólo hasta hace unos 4 mil el impulso domesticador prevaleció. Luego comenzó a ser sustituido por un inédito afán de dominar. Las sociedades jerárquicas aparecieron y el dominio de unos sobre otros y sobre la naturaleza se fue volviendo normal. Aparecieron las élites parasitarias y depredadoras que explotaron el trabajo humano y el de la naturaleza. Hoy hemos llegado al pináculo de esa situación con el arribo de la industria, la ciencia, la tecnología, el capitalismo y los combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas, uranio). Hoy sufrimos los resultados.

Como señalamos arriba, esta progresiva domesticación de la naturaleza también domesticó a la especie humana. La fue civilizando en términos sociales: la humanizó. Conforme aumentó la escala y potencia de la domesticación, los grupos humanos fueron aprendiendo a trabajar en colectividad mediante la cooperación, el consenso y los acuerdos, la tolerancia y la solidaridad, el conocimiento y la memoria. Ello ha quedado anulado por la modernidad industrial y sus aparatos cognitivos, económicos y tecnológicos. Enferma de amnesia, la era moderna ha terminado por imponer el mandato de su cosmovisión: el dominio de lo humano sobre lo natural y de lo masculino sobre lo femenino. Vivimos una nueva época de barbarie. La paradoja resulta avasallante: pese a los avances y logros del mundo moderno, su falla principal, su pecado capital, es el afán patológico de dominar, su obsesión por el poder. Y esto marca tanto al Estado como al capital, al partido y al mercado, al gobierno y a la empresa. El famoso filósofo checo Karel Kosik, quien vivió tanto la fase comunista como la era capitalista, asentó en su libro Reflexiones antediluvianas (Itaca, 2012): “El sistema del socialismo real que fracasó en Europa Central y Oriental funcionaba convencido de que la razón superior de la sociedad estaba personificada y encarnada por el Partido, que tenía por tanto el derecho monopólico e inalienable a dirigir, ordenar y regular cualquier cosa: desde lo económico, lo político y lo cultural hasta lo científico y lo militar… Igualmente el mercado se atribuye hoy una posición de monopolio y se niega a tolerar que algo distinto, diferente, pueda estar a su altura y menos aún por encima de él. El mercado es un peligro mortal para la cultura”.

Como argumentamos en nuestra entrega anterior (https://bit.ly/33rTD30), sólo el poder social o ciudadano puede acotar y nulificar esa doble amenaza que por miles de años ha subsumido a los seres humanos. Hoy podemos identificar a escala individual lo que por igual burócratas y burgueses adoptan como comportamientos patológicos. El moderno esconde un estado de barbarie que reivindica la competencia, la codicia, el individualismo, la ambición, el deseo insaciable de poder. Ello está presente por igual en quienes gobiernan a través del Estado (independientemente de la ideología) como de quienes encabezan empresas y corporaciones. Por ello en la fase neoliberal ha sido tan fácil la complicidad o contubernio entre gobernantes y capitalistas. El mundo está enfermo de corrupción y de rapiña, como atestiguan los cada vez más numerosos acontecimientos, los gobiernos fallidos, el crecimiento desmedido de los monopolios y las fortunas, la desigualdad social y la destrucción ecológica. Ello proviene de la pérdida de una evolución civilizadora basada justamente en valores opuestos a los de la sociedad moderna e industrial. La soberbia es el rasgo que orienta a los modernos, lo cual se contrapone a la humildad que afirma un atributo muy valioso: la compasión, que es la capacidad de perdonar y de ser perdonado.

Necesitamos visualizar y construir un mundo posmoderno que identifique a la soberbia como el mal a vencer, y que ponga en su lugar una ética de la humildad y la compasión, que es, por cierto, la que adoptan los ciudadanos que adquieren conciencia (ver mi libro Los civilizionarios, 2019). Cualquiera puede hoy identificar a la soberbia en el funcionario público, en el empresario, en el empleado más modesto, en el pariente o en el colega. Ello significará retomar el proceso abandonado por una civilización que apenas representa 0.1% de la historia de la humanidad. Ello significa enfrentar la contradicción de escala sicológica que alimenta, mantiene y acrecienta la tremenda crisis social y ambiental que hoy nos amenaza.