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Chernóbil: ¿trofeo de la tecnocracia nuclear?
E

n la década de los 20 el mundo de los artistas se sintió en su mayoría abrumado por la emergencia de las industrias de la cultura, es decir, aquellas que reproducen técnicamente las obras de arte. Es el momento en que Artaud escribe: en la radio el único arte posible es la propaganda, pero la propaganda jamás será un arte. A contracorriente, Walter Benjamin intuyó que estas industrias podían contener una posible salida a la producción artística. La cinematografía, la fotografía, la radio, entendidas como espacios de expresión fabular, podían dar cabida bajo condiciones límite a representaciones auráticas. Sabemos que Benjamin, para elaborar su teoría sobre el aura, se basó en una relectura de textos medievales sobre la escritura de la poesía; en particular, la Cábala y los escritos teológicos sobre la inspiratio y el beator spiritus. ¿Pero hay algún elemento esencial del arte que no se sostenga en una conexión teológica? Dentro de los múltiples y nuevos géneros que trajeron consigo las industrias culturales, Benjamin vislumbró al largometraje de ficción como un espacio por excelencia de producción aurática. Una hipótesis audaz, aunque es un hecho que se puede corroborar, una y otra vez, desde que el largometraje es uno de los dispositivos que define la percepción del mundo y de nosotros mismos.

No sé si Chernóbil, la nueva producción de HBO, pertenezca a este rango de obras o es simplemente otra serie entrecruzada por los crucigramas ideológicos de nuestra época. Pero no hay duda de que ha logrado (re)dirigir nuestra mirada hacia una de las mayores amenazas de la actualidad: la energía extraída de los átomos de materia pesada en un reactor nuclear. La serie, que capta una de las tragedias humanas más documentadas e investigadas, escenifica todos y cada uno de los momentos que llevaron a la implosión del núcleo del reactor nuclear de Chernóbil y a su posterior transformación en materia que emitirá radioactividad en los próximos 30 mil años. Filmada en el espíritu de la filmografía de Lars von Trier, en la que la parte ominosa del ser humano no se encuentra en éste, sino en las relaciones que mantiene con sus propias creaciones: el mito del Golem sólo que en pleno siglo XX. La devastación humana provocada por la explosión alcanzó niveles inauditos. El reporte oficial arrojó 31 muertes relacionadas directamente con la implosión y 4 mil más de los afectados por la radiación. Las cifras extraoficiales hablan de miles de muertos y un número de cientos de miles que sufrieron a causa de la radiación. 350 mil personas tuvieron que abandonar sus hogares. Se requirieron 750 mil gentes para limpiar un área de 30 kilometros cuadrados. Decenas de miles de animales y mascotas fueron sacrificados. Porque se creían radioactivos.

La pregunta inevitable que rodea todas las interpretaciones de la catástrofe de 1986 es siempre la misma: ¿cuáles fueron las causas del accidente?

Es aquí donde Chernóbil, la serie, empieza a ser presa de una de las debilidades de toda historia del tiempo presente: el laberinto de las metonimias (la metonimia es la operación interpretativa que reduce todos los efectos a una misma causa). Tal y como lo documentan la mayoría de las investigaciones, el accidente fue resultado de tres causas: la impericia del cuerpo técnico para someter al reactor a una prueba de riesgo y la ambición de uno de los directores que los obligóa trabajar bajo condiciones de alto riesgo. La tercera es la más polémica de todas: la burocracia soviética habría ocultado una debilidad del reactor: en ciertas situaciones extremas el botón da apagado dejaba de funcionar. La película sostiene que la tecnocracia nuclear soviética ocultó esa debilidad para resguardar el prestigio de la industria de producción de reactores. Así, el culpable del accidente sería el orden pos-stalinsta que Gorbachov intentó reformar de manera infructuosa.

Hasta aquí todo es muy elocuente y razonable. Y, sin embargo, las preguntas se agolpan. El accidente de Three Mile Island, en Estados Unidos, que continúa irradiando radiocatividad, no requirió de una burocracia soviética. Tampoco la tragedia de Fukushima, donde el reactor sufrió el embate de un tsunami. Y sobre todo, las instalaciones nucleares de Hansford, que albergan la mayor parte de los desechos radioactivos estadunidenses y donde han muerto y enfermado cientos de trabajadores.

¿No acaso la esencia del problema son los reactores mismos? Un dispositivo de altisima peligrosidad que puede salir del control humano bajo las más diversas circunstancias. Hoy existen más de mil reactores en uso en el mundo. La mayoría han sobrepasado ya su edad de seguridad. Y la paradoja extrema: los oligarcas ucranianos son la elíte más pronuclear del mundio. La razón: Rusia controla a Ucrania a través de la dotación de otras energías. Ucrania sigue produciendo 50 por ciento de su energía eléctrica de manera nuclear.

Cabría decir que sólo dos naciones han cancelado sus programas nucleares: Alemania y Japón. No casualmente, ahí donde el fascismo de la década de los 30 adquirió una de su peores intensidades.