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Diario del rodaje de 499. En busca del pasado presente/4

El documental híbrido actualmente recorre la ruta de Hernán Cortés atravesando siete estados en una gira de proyecciones especiales acompañadas de conversatorios. Como parte de este periplo, su director comparte sus recuerdos del viaje por este mismo camino que emprendió, hace ya tres años

Foto
▲ El actor español Eduardo San Juan Breña en una escena del documental 499.Foto Rodrigo Reyes
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Domingo 8 de agosto de 2021, p. a11

12. El albergue. Enfilamos rumbo a Tlaxcala, conocida como tierra de traidores, aunque en realidad, no se merece esta reputación. El Reino de Tlaxcala se encontraba cercado, bajo lo que hoy llamaríamos un embargo, rodeados por todos lados y sujetos a un tributo tenaz. Entre tantas anécdotas de esta relación tortuosa con los aztecas, hay un detalle espeluznante: para presionar y castigar, los mexicas les prohibían a los tlaxcaltecas el acceso al mar, es decir, a la sal. Puede ofender nuestro patriotismo, pero la nación mexicana no existía en 1519 cuando Tlaxcala, después de resistir a los invasores, decidió apostar por la alianza que los liberaría del yugo azteca. ¿Qué culpa les podemos achacar? ¿Cómo puedes traicionar a quién te somete?

Pienso en los migrantes y refugiados que cruzan por el mundo, y cómo a menudo también se les llama traidores. Traicionan a su patria; abandonan su país, en lugar de quedarse a mejorarlo. Y en muchos casos nunca les perdonamos el habernos dejado. La realidad es que para los que huyen de la miseria y la inseguridad, el camino al norte es un verdadero calvario, con un rosario repleto de todos los delitos que podamos imaginar. Siguiendo esta cadena de asociaciones, de alguna manera los propios conquistadores también fueron migrantes. Migrantes con poder, por supuesto, pero basta con revisar las biografías turbias de muchos de ellos para entender que en el sentido elemental, salieron de su patria buscando una mejor vida.

Así fue que llegamos a la ciudad de Apizaco, al Albergue Sagrada Familia. Es un espacio humilde, apretado entre una iglesia católica y las vías del tren de carga conocido por los migrantes como La Bestia, un oasis de caridad frente al abismo. El lugar estaba lleno de hermanos y hermanas centroamericanos de todas las edades, incluso madres con niños y hasta bebés. Algunos comían, otros jugaban futbol o cotorreaban a la sombra de murales que vibraban con imágenes de aliento y ánimo, llenas de flores y palomas. Muchos otros descansaban en literas de madera, agotados.

Era imposible conectar con los migrantes por adelantado. Tenía que vincularme con ellos en el presente, desde la plancha del patio: Compañeros, venimos siguiendo a un conquistador viajero en el tiempo. Él ha tenido que escuchar los testimonios de personas que han sufrido mucha violencia, y ha vivido muchos desastres. Quiere descansar un rato con ustedes, a lo mejor logra aprender algo. Si gustan, estamos aquí para escuchar sus historias, queremos entender lo que los empujó a salir de su país.

Pasamos el día juntos. El conquistador comió y se quitó las botas, respirando envuelto en un poco de humanidad. Se recostó entre las literas y ahí conectó con el testimonio de un caballero, una historia anónima y brutal, llena de humillaciones absurdas y crueles. El pulso del éxodo es inexorable. Empuja constantemente como una vorágine, como un enorme animal, una serpiente insaciable. Llegó la noche y por la mañana nos encontramos acurrucados junto a una hoguera, al pie de las vías, entre docenas de personas que esperaban la llegada de La Bestia. Se desvaneció el frío con el calor del sol del altiplano, amodorrando a todos, hasta que por fin llegó el tren y presenciamos con fascinación y espanto la carrera contra la muerte de los que intentan montarse a los vagones para volar en corto, hasta el próximo pueblo, y repetir el ciclo de espera y terror.

13. El sicario. Subimos hacia los volcanes que separan Puebla y Cholula del Valle de México, siguiendo un camino de terracería en el que encontramos un estanque rodeado de largos mechones de zacate rubio que ululaban con el viento haciendo eco de la creciente locura del conquistador. El español sigue su camino de tropiezos y delirios. Atrás quedaron los escombros de la masacre de Cholula. Entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, se encuentra con el Paso de Cortés, aquel sitio en el que el capitán obtuvo los ingredientes para hacer más pólvora, y se topó de nuevo con los emisarios consternados de Motecuzoma Xocoyotzin. En breve llegaría a la capital y entraría, inevitablemente, en los libros de la historia universal. Sin embargo, el nombre propio de nuestro conquistador se ha perdido en el olvido. Es un achichincle, un ayudante del poder. Si se hubiese quedado en su tiempo, a lo mejor vuelve a la Nueva España como funcionario del rey, con una encomienda de esclavos y una mina que explotar. Pero en la vida los mejores planes se truncan, nuestros esfuerzos se van torciendo, naufragamos. Es entonces que descubrimos que en tierra de ciegos el tuerto es el rey.

No puedo detallar quién es, ni cómo le conocimos, pero lo cierto es que tuvimos la oportunidad de conversar con un sicario. La palabra es fuerte e incendiaria. Más bien diría yo que el tipo era un milusos de la economía criminal, y que de repente, entre sus labores, tenía necesidad de liquidar objetivos. Hablamos bajo el cobijo de un pacto de silencio por su protección, y obviamente por la de todos los demás.

Ya puestos de acuerdo, el conquistador se sentó delante de nuestro huésped, que venía enmascarado con un pasamontañas estampado con una calavera. Comenzó a relatar su historia, desde su formación castrense en cuerpos de élite hasta cruzarse al lado enemigo, al de los cárteles. En realidad, cruzar el río Estigia no fue tan difícil. Todas las habilidades y el entrenamiento de un soldado se traducen perfectamente al mercado criminal, como un espejo. Mientras el ex militar narra su vida, el conquistador le escucha con atención, encarando al guerrero del presente con su ritmo lento, casi hipnótico, como si navegara bajo el agua. Sobre la mesa están colocadas varias armas de fuego de distintos calibres, desde un revólver hasta un par de escuadras. El resultado es un encuentro desquiciado marcado por un humor tétrico. Era imposible evitar reírnos al ver la incongruencia chusca y trágica de este retrato de dos soldados tan conectados y tan disparejos.