Opinión
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¿La fiesta en paz?

Ingenuidades, descreimientos, gestiones absurdas y cruda realidad

H

ubo tiempos en que hasta nos creímos primer mundo, no tanto por nuestros avances reales como por decretos puntuales de gurús más o menos convincentes. Y luego un tratado comercial con los vecinos más poderosos y el neoliberalismo y la globalización y nosotros instalados en consumidores del universo, sin más trabas que las impuestas por el pensamiento único y el consenso de washington, que no por nada se es subdesarrollado.

La autorregulación, junto con la creciente dependencia económica de estados unidos, tomó carta de ciudadanía en un empresariado nacional cada vez más monopolizado. Prosiguió el saqueo legal de sucesivos gurús sexenales y, en el colmo de aquel sueño, ocurrió lo inimaginable: el partido revolucionario institucional (pri) fue expulsado del gobierno federal en un despliegue democrático como no se veía desde los tiempos de madero.

Si el pueblo llano seguía sin importar mucho, a la clase media en cambio se le hizo creer que ahora era la arquitecta de su propio destino, que a mayor consumo mayor felicidad y que el nacionalismo era cosa del pasado y de mal gusto, y que instalados ahora en ciudadanos del mundo no podíamos andar dando vergüenzas con espectáculos decadentes. Consumir comida chatarra, ver televisión chatarra y ser felices era nuestro cometido ante la moral impuesta por el nuevo régimen.

El añejo combate a la delincuencia organizada se recrudeció sin mayores avances mientras el país quedaba literalmente bañado en sangre, las complicidades se fortalecieron y la inseguridad se hizo parte de la vida cotidiana. Y ocurrió lo imposible: el pri recuperó el poder, dado el triste desempeño de la oposición.

¿Y los toros? Ah sí, la fiesta de los toros pronto acusó los efectos del neoliberalismo, la dependencia y los caprichos de sus promotores. Gobiernos claudicantes se abrieron al mercado sin ton ni son, cuidándose de no interferir en la administración privada, reduciendo el gasto público y de plano desentendiéndose de fortalecer toda expresión original con fuerza identitaria, entre otros la tauromaquia. El sometimiento del país fue general.

Cual focas amaestradas se aplaudió a lo largo de tres décadas las decisiones de los poderosos a los que gobiernos imprevisores dieron en concesión el manejo de la plaza méxico, quienes llevaron el negocio en términos extrataurinos: ni a favor de la fiesta ni del público, sino en función de sus propios intereses y sus simpatías, en un conmovedor amateurismo empresarial sin ninguna instancia que los acotara, por lo que en ese prolongado lapso no fueron capaces de sacar una sola figura mexicana de arrastre ya que su negocio no se basaba en la asistencia.

Su gusto taurino y su concepto de espectáculo, se reducían a la importación anual de dos o tres figuras. Sobrevinieron entonces la poncemanía, la hermosomanía y otras manías que, junto con las políticas neoliberales, contribuyeron al debilitamiento sistemático de la tradición taurina de méxico. De lo obtenido por la venta del derecho de apartado, nunca se reinvirtió en la búsqueda y promoción de nuevos valores, por no hablar de combinaciones de toros y toreros medianamente atractivas.

Para colmo, tras esos 23 años llegó al relevo otro consorcio aún más poderoso pero igualmente falto de imaginación y sensibilidad; que lejos de hacer las cosas diferentes, ¡las ha hecho peor!, Como si la consigna fuera debilitar la fiesta de los toros hasta desaparecerla, en esta falta de autoestima individual y colectiva. A saber si aún es tiempo de volver los ojos a nuestras propias y múltiples posibilidades, de recuperar con imaginación organizativa, sensibilidad y sentido de servicio, la mejor tradición taurina de méxico. A saber.