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Relatos del ombligo

Churubusco, a la izquierda del colibrí

C

uando los españoles llegaron a México y vieron por primera vez un colibrí quedaron tan extrañados como maravillados ante la belleza y rareza de lo que consideraron, debido a su tamaño, largo pico con el que recolecta el néctar de las flores y velocidad con la que mueve sus alas, un insecto grande y no un ave. Para los antiguos mexicanos representaba mucho más de lo que su apariencia pudiese sugerir: un ser valiente y aguerrido que contaba con la agilidad y sabiduría suficiente para encontrar el camino a su objetivo y, sin importar qué obstáculos tuviese que enfrentar, sortearlo con enorme precisión. El significado místico del colibrí, y la gran admiración que causa en cada aleteo –es decir unas 75 veces por segundo– llevaron a que esta ave, a la que los niños suelen relacionar con las hadas, simbolizara a Huitzilopochtli, el Colibrí Zurdo del Sur y guía de los mexicas desde Aztlán hasta el lugar en el que fundaron su ciudad.

Camino a los pueblos ribereños del sur de Tenochtitlan, a unos ocho kilómetros del Templo Mayor, Huitzilopochtli tenía un importante centro de adoración en Huitzilopochco, la casa del Colibrí Zurdo, uno de los nueve señoríos dependientes directos de Tenochtitlan que, debido a su estratégica ubicación, era paso obligado de comerciantes de productos que entraban y salían de la capital del imperio mexica. En Huitzilopochco, además del templo, existió un enorme tianguis en el que se podía encontrar prácticamente lo que se quisiera, pues, al estar a la orilla del lago, se conectaba por trajinera y también a pie, por lo que poblaciones establecidas sobre tierra firme, con tal de no subirse a una embarcación, vendían sus productos ahí.

Tras la Conquista, el templo del Colibrí Zurdo fue destruido y, sobre él, con sus mismas piedras, se construyó un templo cristiano; el nombre de la población de Huitzilopochco cambió debido a que los españoles no lo podían pronunciar correctamente e intentarlo implicaba un trabajo que no estaban dispuestos a tomar. Ocholopusco es una palabra que no les costó esfuerzo articular, por lo que la población fue llamada así hasta 1743. Después se le conoció como Choloposco y poco antes de la Independencia el pueblo comenzó a nombrarse como lo conocemos hasta ahora: Churubusco.

Durante la guerra de Independencia, la Ciudad de México –con excepción de Azcapotzalco, donde se libró su última batalla– no vio escaramuzas, lo que no significa que en la capital sus habitantes estuvieran ajenos al movimiento, porque lo que sí hubo, y mucho, fueron conspiraciones. Una de las más recordadas, a pesar de que no rindió frutos, se llevó a cabo en Churubusco, y es llamada la Conspiración de Coyoacán. Su organizador fue Manuel Altamirano, no el escritor chontal autor de Clemencia, quien para entonces no había nacido, sino el entonces sacerdote del templo de San Mateo Churubusco, quien convocó a sus vecinos para hacerles notar la importancia y fortaleza de un movimiento que buscaba desprenderse del mal gobierno. Aquella confabulación duró poco debido a la falta de compromiso de sus participantes quienes discutían y complotaban a la par de que bebían tanto que cuando llegó a oídos del virrey, Francisco Xavier Venegas, el rumor sobre posibles insurrectos en Coyoacán, uno de sus colaboradores más cercanos lo tranquilizó asegurándole que se trataba, más que de conspiraciones, de borracheras organizadas por un padrecito.

El 20 de agosto de 1847, en el contexto de la intervención estadunidense, se perdió la batalla de Churubusco; en ella, el general Pedro María Anaya Álvarez, ante la falta de municiones, no pudo soportar más de tres horas el embate de los estadunidenses. Llegado el momento de la rendición, el general Twigs, quien estaba al mando de las fuerzas invasoras, exigió al general Anaya entregar el parque. La respuesta del militar mexicano fue contundente: Si hubiera parque... no estaría usted aquí. El jefe del ejército invasor quedó admirado con la dignidad, valentía y patriotismo del general Anaya, y, con consideraciones y trato respetuoso, lo hizo prisionero de guerra; una vez firmado el Tratado de Guadalupe Hidalgo le regresó su libertad.

Quienes no tuvieron consideraciones fueron los soldados irlandeses del batallón de San Patricio. Originalmente llegaron a México para combatir de la mano de los invasores, pero al poco rato cambiaron al bando de un pueblo con el que se identificaron a través de la religión. Tras la derrota de Churubusco fueron ejecutados en San Ángel. Hoy, en honor a la memoria del fraternal batallón de San Patricio, el Museo Nacional de las Intervenciones en Churubusco ofrece un recorrido por los movimientos armados en México desde 1821 hasta 1916. Testigo de ello son los agujeros de balas estadunidenses que su muro aún conserva.

Con las medidas de higiene que ya conoce le recomiendo que se dé una vuelta por Churubusco y disfrute de un museo y convento que mantienen sus muebles salas y retablos en magnífico estado, lo que nos acerca a la vida conventual del virreinato en un espacio que aún conserva unos muros por los cuales, a pesar de ser testigos de una enorme cantidad de hechos históricos, el tiempo parece no haber pasado.