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Rescatar los ríos
D

urante siglos, el territorio conocido en nuestra época como la ciudad de París se veía atravesado por dos ríos: el Sena y el Bièvre. Dos torrentes paralelas en el neolítico, una al norte y otra al sur, el tiempo terminó por unir sus corrientes en el corazón de París.

En la actualidad, la pequeña calle de Bièvre toma su nombre del río enterrado bajo ella. Los 150 metros de esta callejuela constituían, todavía a principios del siglo XX, el último trecho del río Bièvre antes de desembocar en el Sena. Pestilencia, insalubridad, basurero donde los artesanos vecinos arrojaban desperdicios, así como inundaciones y causa posible de contagios, decidieron al barón de Haussmann –encargado por Napoleón III de limpiar y renovar la capital francesa– y a un grupo de urbanistas a sepultar la parte del río Bièvre que cruzaba el sur de París y sus suburbios en un ataúd de cemento. Así, de fuente de agua potable, el río Bièvre se transformó en canal de desagüe y, en vez de vaciarse en el Sena, arroja sus aguas negras en las cloacas de la capital francesa.

Hoy, un fabuloso proyecto que hace soñar es desenterrar este río, devolverle su vida, sacar a flote sus aguas, en fin, extraerlo a la superficie de la tierra. Así, algunos trechos de su cauce en los alrededores de París han vuelto a recibir la luz del sol. Los trabajos iniciados en 2019 sobre un nuevo tramo de 600 metros, entre Arcueil y Gentilly, terminarán a fines de este año.

Sin embargo, las dificultades que presenta la realización en París de este plan, que lleva ya varios años, hicieron abandonarlo en un reciente pasado. Reconstruir su lecho en la superficie, purificar sus aguas y… abrir paso a su cauce entre edificios y calles son trabajos titánicos y, sobre todo, demasiado onerosos. El costo del rescate de algunos cortos trechos en la capital se calcula en 300 millones de euros. Así, se creyó durante los años recientes que aspiraciones y proyecto en París se verían enterrados junto con el río Bièvre.

Pero el triunfo electoral de las municipales de 2020 en la capital permite afirmar a la coalición rosa-verde, socialistas y ecologistas, que se mantendrán las promesas de campaña de hacer revivir el río Bièvre a cielo abierto en pleno París. El sueño, pues, se vuelve de nuevo posible.

Una ciudad no es sólo una sucesión de fachadas uniformes de edificios e hileras de calles. Las ciudades tienen memoria y anhelos. Sus monumentos, sus estatuas, pero también sus cementerios, conservan sus recuerdos. Sus templos e iglesias, sus bibliotecas y sus museos animan la cultura y su vida espiritual. Jardines, parques y bosques le permiten respirar, dan espacio al vuelo de los pájaros y al paseo a la sombra de los árboles o entre los animales de un zoológico. Lagos y ríos son partes esenciales de una ciudad viva. Y de una ciudad serena. Nada más tranquilizador que el sonido del agua que corre en un río. Su corriente perpetua invita a la reflexión. Y su contemplación da a luz las palabras del espíritu. Civilizaciones antiguas tuvieron la sabiduría de considerar la belleza como una virtud. Armonía indispensable a la continuidad y los cambios de la existencia de las ciudades y sus habitantes. Volver realidad una caminata a orillas del río Bièvre en París y escuchar las palabras de Heráclito: “Lo que es visible se vuelve invisible, lo que es invisible se vuelve visible…” Volver visible el Bièvre iluminado por la luz, la más alta revelación de los cielos. Dejar vivir la belleza entre la ciudad es una virtud. Expulsarla es un vicio que desemboca en una pesadilla sin fin de muertos vivos.

¿Por qué no pensar en la sorprendente visión ofrecida por la ciudad flotante de Tenochtitlan a los conquistadores? Soñar con sus canales y ríos no es una simple nostalgia. Rescatarlos es recuperar también nuestra historia, devolvernos la memoria: torrentes de recuerdos que dejan escuchar las aguas de los ríos de La Piedad, Churubusco, Magdalena o el canal de La Viga.