Opinión
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Vía sencilla
L

a postura expresada por el presidente López Obrador es rectilínea. Su argumentación no esconde arcanos tenebrosos ni se apoya en rebuscados fundamentos. Simplemente pretende asegurar que la reforma jurídica tenga la concreción avistada como necesaria. Adelantó su opinión para facilitar que el ministro presidente Arturo Zaldívar, además de encabezar el diseño y la operación de la misma, sea quien la concluya. La importancia de ese emprendimiento, para la salud de la República, no puede evadirse ni, menos aún, disminuirse. En este tema –de fondo– debía radicarse, al menos, buena parte de la polémica pública.

¿Qué tan necesaria y urgente es la reforma a un poder que adolece de profundas e innumerables fallas? Poco puede añadirse, para empezar, a la falta de confianza ciudadana a jueces, litigantes, tribunales o magistrados. La venalidad de muchos togados y su contorno, cargado hacia el nepotismo e intereses personales, son asuntos de escándalo continuo. Y, penetrando más a la esencia, en cuanto a su misma organicidad puede, con facilidad, descubrirse el laberinto donde se enrosca y deforma la justicia.

En lugar de llamar a una sana disputa para dirimir objetivos, logística y certeza legislativa de los cambios, se emprendió de inmediato una concertada y ponzoñosa campaña. Se pusieron en el centro de la misma las supuestas y aviesas pretensiones releccionistas del mismo mandatario. Se ha sometido al ministro presidente a entrar en oscuros callejones, sin salida decorosa, en caso de no someterse al dictado crítico y opositor. Zaldívar debe escoger entre un corto abanico de opciones, casi todas indebidas menos una, para salir con alegada dignidad. La ruta que escoja, si no es la renuncia a esos fatídicos dos años de alargue, solo le conducirá a la ignominia.

La soberbia opositora vuelve, otra vez, por sus fueros de guía inapelable. Se le descubre a cada paso de los repetitivos argumentos que usa una y otra vez en cuanto medio difusivo encuentra. López Obrador es un autoritario, repiten con triste y seudovaliente sorna. Quiere someter a todo poder que se oponga a sus desbocados afanes de control, quiere imponer a la República sus pulsiones de dictador. Afirman, sin más pudor, que intenta rellenar sus zapatos de tirano. Y toda esta construcción verbal compartida a pie juntillas, tiene como sostén la imaginada sed de poder autoritario que lo embarga. Por tanto, siempre y al unísono, concluyen afirmando, de tajante manera, que la misma democracia está en riesgo. Hay, por tanto, urgencia de llamar a salvarla acudiendo a su defensa.

Con sólo una menor dosis de pasión, intereses o de orgullo maltratado, bien pueden encontrarse puntos de confluencia para pavimentar la ruta de entendimiento. Pero tal tentativa parece inexistente, por demás vaporosa. El momento es propicio, aseguran orondos, para las definiciones finales. Es ahora o la democracia morirá en manos ajenas. La cátedra del pensamiento conservador y sus acólitos se sienten depositarios de tan sagrado deber. Son los únicos que atisban el horizonte y lo que entrevén no les atrae, lo sienten comprometedor. Más aún, les aterroriza que el denostado hasta el cansancio, en su narrativa con bocinas de alto poder, se salga con la suya. Cuatro años soportando a este aprendiz de dictador es amenaza suficiente para sus delicados y sensitivos espíritus. Ya han puesto en juego sus maltratados prestigios de soportes de un modelo en decadencia evidente. No encuentran asideros para su presente de tiralíneas y puntos de vista. El prestigio de sus carreras, plagadas de premios y reconocimientos flota sin seguridades de continuidad. Es, en resumen, un ambiente nefasto para aposentarse con la comodidad del pasado.

Tan sencillo que sería leer con atención los razonamientos del ministro y darle el crédito que sin duda merece. Esperará –precisa– a lo que sus pares decidan sobre la constitucionalidad de la medida legislada. No es mucho pedir a sus críticos y demás ciudadanos acongojados por ellos. Pero el torrente propagandístico lleva impreso el deseo de desprestigio de ambas personas, la de AMLO y la de Zaldívar. Ninguno de ellos, por lo visto, oído o escuchado, tiene escapatoria. Son reos de condena absoluta. Habrá que esperar a las venideras elecciones y constatar quiénes tendrán a la mayoría de su lado. Mientras, se enderezan precarias razones, preventivas de la legitimidad que, para AMLO y su gobierno, puedan determinar las cercanas urnas.