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Cronista imprescindible
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ara conocer la historia de los nombres antiguos de las calles de la vieja urbe, hoy nombrada Centro Histórico, una obra esencial es La Ciudad de México, de don José María Marroquí.

Los últimos 20 años de su vida los dedicó a escribir los tres gruesos volúmenes en los cuales nos descubre el origen de los apelativos de plazas, calles, establecimientos públicos y privados, así como no pocas noticias curiosas y entretenidas, nos dice el autor en el proemio.

Obtuvo la información en archivos y bibliotecas, pero también en entrevistas con personas de quienes tocaba a su puerta para indagar sobre la casa que, intuía, tenía un pasado interesante.

Aparecen personajes, costumbres, fiestas religiosas y civiles, creencias populares, tradiciones, cédulas, reales órdenes y documentos diversos acerca de la esclavitud de los negros o de los indios, y de las encomiendas.

El cronista Luis González Obregón platica de su colega: Alternaba sus diarios paseos matutinos y vespertinos por la calzada de la Reforma y la Alameda, su sitio predilecto, charlando con amigos bajo los árboles o en los billares del Hotel de Iturbide (...) El resto de su tiempo lo consagraba a inquisiciones históricas, recorriendo, fatigado y sudoroso, casas y calles en busca de noticias y sentándose, incómodo por su obesidad, ante las mesas de bibliotecas y archivos para hojear uno a uno polvorientos manuscritos, de caracteres ininteligibles muchos de ellos.

Hasta sus últimos días, no obstante un cáncer de la boca, estuvo trabajando en su magna obra que donó a la municipalidad sin pedir nada a cambio, con la única condición de que se le proporcionase una persona que copiara en máquina el voluminoso manuscrito. Cuando finalmente se iba a editar, ocurrió un incendio en los talleres tipográficos que la destruyó en su totalidad. Por fortuna, el canónigo Andrade conservaba en su poder los borradores originales. Dispuso en su testamento ser sepultado en una fosa de tercera clase en el Panteón de Dolores, sin inscripción alguna.

Nació en la Ciudad de México en 1824 y aquí murió en la pobreza en 1898. Vivió una vida de contrastes y altibajos. Recién graduado de médico, en 1847, vivió la invasión estadunidense, se unió a los polkos, combatió al enemigo y brindó valiosos servicios médicos.

Durante una década prestó servicios en el Hospital de San Andrés; al surgir una crisis económica se le despidió agradeciéndole su generosidad de servir gratuitamente y sin estipendio de ningún género.

Un tiempo fue regidor y emitió la reglamentación para el ejercicio de las mujeres extraviadas. Fue diputado y en la batalla de Puebla se desempeñó como comandante del Cuerpo Médico Militar. Acompañó al presidente Benito Juárez en el éxodo hacia el norte y por espacio de un año atendió a pacientes en Fresnillo.

De regreso a la capital, fue juez del Registro Civil y de 1874 a 1878 cónsul en Barcelona; los problemas políticos en México impedían la puntual llegada de los sueldos, por lo que tuvo que emplearse como maestro de escuela para sobrevivir.

Al retornar al país se dedicó a lo que era su pasión: la historia de la Ciudad de México. El sustento lo ganaba como maestro de la Escuela Nacional Preparatoria. Su magro salario no le permitía tener una biblioteca, por lo que acudía a la del bibliógrafo y canónigo don Vicente Andrade.

El único homenaje que le rinde la urbe que tanto amó y a la que legó generoso su extraordinaria obra es una pequeña calle en el Centro Histórico, por los rumbos del barrio chino, que lleva su nombre: José María Marroquí; ahí murió en una sencilla casa en la vía que entonces llevaba el nombre de Cuajomulco. Ya casi no se lee y muy pocos lo recuerdan; un cronista imprescindible.

Con toda probabilidad al regresar de sus paseos se detenía a tomar una copita. A la vuelta de su casa, en Independencia 26 esquina Dolores, se encuentra la cantina El Tío Pepe, de las más antiguas y de tradición. Con sus muros color menta, gabinetes y barra de madera oscura lo llevan en el túnel del tiempo.