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Primero los pobres, ¿y yo cuándo?
E

stamos parados en un punto de inflexión de la cultura en el que se vislumbra el debilitamiento del individualismo y un cierto auge del interés por lo político. Este arco que va del yo al nosotros amplía la visión que nos dejó el neoliberalismo con el dogma de que éramos competidores solitarios, es decir, animales económicos. Hay muchas áreas de nuestra cultura que no se pueden simplificar al costo-beneficio y eso es lo que parece que empieza a iluminarse. Sin duda, lo político no resuelve nuestra conflictividad pero sí la hace comunicable, a diferencia de lo económico en donde la competencia es sorda. Para competir, hay que ser amoral y ocultar tus ventajas.

Digo esto porque me sorprenden los esfuerzos de la oposición para entender lo político como ese momento en que el conflicto se dice y, al hacerlo, busca ser administrado por la política. Le llaman polarización y, con ello, sugieren que no debería aflorar. Esto viene, como muchas ideas de la oposición, de su pasado neoliberal, de sus dogmas y sus sermones. En general, el neoliberalismo desconfía de la política porque cree en un mecanismo invisible llamado mercado. Es un lugar mágico donde confluye todo mundo en igualdad de circunstancias, desde cero, armado tan sólo de su propio interés. Una vez ahí, el resultado es una autorregulación, no sólo de los recursos, sino de los fines de éstos. Así, los compradores dejan decomprar lo que no les satisface y los vendedores se adaptan. La idea del mercado feliz marcó a la política neoliberal: los ciudadanos eran consumidores y tenían empleados, no representantes. Lo político se malentendió como un mercado más y, para competir, se usaron todas las inmoralidades para ganar. Así como la competencia, la obligación de ganar, y la eficacia para lograr utilidades cada vez mayores, acabó en el desastre económico de 2008, la política vista como mercado terminó concentrando el poder en dos partidos –ahora aliados–, anverso de las corporaciones dominantes. Y le otorgó el mismo peso a los ciudadanos que a los compradores: consumir la nueva mercancía, la mejor publicitada, o dejar de hacerlo si no te gustaba. La cultura del like-unlike se hizo hegemónica. Pero la institución del conflicto, la representación política, la soberanía o la legitimidad, nada tienen que ver con ello.

Si hay leyes del mercado, no hay gobiernos soberanos, porque sólo pueden adaptarse a sus dictados. Así, para el neoliberalismo radical, el de Mises –ni siquiera Hayek y por supuesto Karl Popper fueron tan extremos– sólo hay democracia en el intercambio de mercancías. Es un pensamiento desencantado. Los humanos tenemos capacidades muy limitadas para entendernos en algo que no sea un precio y, además, somos presas de nuestro propio interés. Esto explica por qué la insistencia antidemocrática de la actual oposición en México. La instauración del neoliberalismo comienza con Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, cuyo poder no tiene una legitimidad democrática. Ahora que el presidente López Obrador es electo y apoyado por amplia mayoría, se insiste en que es un dictador. Esto viene de su lectura dogmática de los pensadores neoliberales, de los dueños del universo, según la novela de Tom Wolfe. Para Hayek, no era la fuente del poder, sino la limitación del poder lo que evita que sea arbitrario. Por lo tanto, el mero control democrático general, como con Mises, no evitaría el abuso del poder coercitivo. Pero fueron más allá: no sólo el mercado económico era lo único democrático sino que era un foro de la libertad. De ahí, no sorprende que en 1976 la Suprema Corte de Estados Unidos haya considerado al financiamiento privado de las campañas electorales como libertad de expresión. El dinero como comunicación, la libre manifestación de las corporaciones, desdibujó la idea de que los neoliberales defendían la democracia. De hecho, en su teoría no existe –como célebremente dijo Margaret Thatcher– algo llamado comunidad, sólo y, si acaso, parientes y algunos vecinos. Por eso, también la oposición mexicana que redita ahora el Pacto por México no puede hablar desde el interés general sin referirlo a una experiencia individual. Se toma un caso particular, un detalle, una anécdota personal para desacreditar todo un proceso. Una jeringa no vaciada desautoriza toda la campaña de vacunación contra el Covid; un puro costoso en las manos de un delincuente recién salido de la cárcel, la lucha contra la corrupción; un logotipo, a un nuevo aeropuerto en construcción. El no me gusta se disfraza de opinión política y hasta de análisis. La oposición no puede pensar más allá de su fuero interno, sus apetitos, sus aspiraciones personales: ¿y yo?

El individuo del neoliberalismo es solitario: está obligado a elegir con base en una racionalidad que es su propio interés y esperar a salir beneficiado de un intercambio. No conoce los dolores de los otros; le está vedada la compasión, algo que el fundador del liberalismo, Adam Smith, hubiera echado de menos en una persona decente. El lenguaje de la ganancia, la eficiencia y el consumo remplazó al de la ciudadanía, la solidaridad y el servicio público. El votante de esta posición neoliberal se extravía en el misterioso espacio político donde todo es conflicto. Quisiera que todos se pongan a trabajar, es decir, que lo dejen en paz para cumplir con lo que se espera de él o ella: trabajar duro y aplicar el talento para lograr el éxito. Aunque abajo esté lo informal y arriba las corporaciones que siempre ganan.