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Lo que está en juego
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anar la Presidencia de la República y las mayorías en el Legislativo fue la culminación de una larga lucha por darle una orientación democrática a esas instituciones y el inicio de otra, alentada por el afán de instaurar la democracia en el país y de acabar con la dominación oligárquica en casi todas las esferas de la vida pública.

En los hechos, quienes por décadas amasaron fortunas y concentraron en pocas manos el control de las finanzas, el comercio, la agricultura, la construcción, la cultura y la información, han tenido un voto de calidad, superior al del resto de la ciudadanía, en la orientación y la conformación de los órganos federales, estatales y municipales de gobierno y en la definición de políticas públicas. Ejercían sus privilegios y multiplicaban sus capitales por medio de la corrupción y convertían su poder económico en político mediante el fraude en todas sus expresiones: desde el asesinato, la criminalización y la persecución de opositores y la quema y el relleno de urnas hasta las poderosas campañas en medios para desacreditar a quienes se atrevieran a desafiar al régimen oligárquico en la arena electoral, pasando por las triquiñuelas legales para moldear las reglas electorales de modo que favorecieran al oficialismo.

Desde diciembre de 2018 esa oligarquía perdió el control de la Presidencia, de la Cámara de Diputados y del Senado, pero se ha atrincherado en otras instituciones y lleva dos años y medio tratando de frenar el proyecto de transformaciones nacionales por el que votó una amplia mayoría de ciudadanos: con acciones administrativas de los organismos autónomos que aún controla, por medio de amparos que los jueces negarían a cualquier ciudadano de a pie o recurriendo a resoluciones a modo de una institución electoral que ha jugado desde siempre a favor del dominio oligárquico.

Los derrotados de 2018 no tienen más propuesta de nación que paralizar al gobierno y carecen, por ende, de los votos que requerirían para recuperar las cámaras del Legislativo. Ante un programa de transformaciones nacionales que buscan dignificar la vida institucional y devolver al poder público su sentido de servicio para dar bienestar a la mayoría de la población, la reacción oligárquica sólo puede proponer un regreso al pillaje, la violencia y la pudrición gubernamental que devastaron al país. Pero cuenta con grandes aparatos propagandísticos que apuestan a distorsionar la realidad hasta el punto de llamar dictadura al gobierno más democrático que ha tenido el país, pregonar que el feminismo, el ambientalismo, los derechos humanos, la libertad de expresión y hasta las luchas de los pueblos originarios son causas históricas de la derecha o llamar fracaso a la vacunación de casi 10 millones de personas en menos de cuatro meses. A ello hay que agregar la invocación o la tripulación descarada de movimientos sociales con propósitos de desestabilización.

Ni la suma de esos recursos, por intensa, extensa y obsesiva que sea su aplicación, podría dar a la reacción una victoria electoral en junio próximo. En realidad, la principal debilidad de la Cuarta Transformación no reside en la fortaleza de su adversario –convertido en uno solo por decisión propia de sus componentes políticos, empresariales, institucionales y sociales–, sino en los conflictos dentro de su propio partido, Morena.

La transformación nacional ha descolocado a dirigencias y militancias, ha hecho surgir pugnas por el poder tan enconadas como contrarias a los principios partidistas y ha elevado al punto de fractura diferencias que han existido desde la fundación de Morena como organización amplia en la que conviven diversas ideologías y visiones del mundo y en la que, para bien y para mal, están representadas las virtudes y las miserias de la sociedad a la que busca transformar. El reciente proceso de selección de candidaturas ha llevado los enconos a un nivel preocupante.

En esa circunstancia es recomendable recordar que en Morena no hay ángeles ni demonios, sino personas que, por las motivaciones más diversas, están dispuestas a alinearse con la transformación en curso y a defender la obra y el proyecto de la Presidencia de López Obrador y de las mayorías legislativas que lo respaldan. Es evidente que el partido necesita emprender un debate interno, una redefinición y acaso una refundación, pero el momento actual sería el peor para iniciar procesos semejantes, para dirimir agravios o para corregir desviaciones. Lo que está en juego es la continuidad de la Cuarta Transformación y asegurar condiciones favorables para que en la segunda mitad del sexenio esa transformación pueda profundizarse, extenderse y consolidarse. Hoy, con la autoridad electoral en contra y bajo una feroz campaña de desprestigio que opera 24 horas y todos los días de la semana, es imperativo ir con todo y sin reservas, casa por casa y cabeza por cabeza, a reditar la hazaña de 2018.

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