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Disquero
El otro arte de la guerra
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Wellington en Waterloo, por Robert Hillingford.Foto Wikimedia Commons
 
Periódico La Jornada
Sábado 24 de octubre de 2020, p. a12

Año Beethoven y contando.

En lo que va de 2020 hemos visto y oído desfilar novedades discográficas asombrosas, pero ninguna como la epopeya de revivir una caja entera con ocho discos compactos: Beethoven Symphonies 1-9. Overtures. Hermann Scherchen.

Las nueve sinfonías de Beethoven, todas sus oberturas (las tres Leonoras, entre ellas), grabadas originalmente en un ciclo realizado entre los años 1951 y 1954 para el sello discográfico Westminster, con Scherchen dirigiendo a tres orquestas: la Vienna State Opera, la Royal Philharmonica y la English Baroque.

Los infalibles alemanes del sello amarillo, Deutsche Grammophon, transfirieron las cintas del máster original e imprimieron el resultado, que nos deja boquiabiertos, en esta caja fabulosa que nos proporciona material para varias entregas del Disquero.

Por lo pronto, propongo diversión bonita con el contenido del cedé 4 de esa caja en siete tracks: la Séptima Sinfonía y la divertidísima partitura que Beethoven tituló Wellingtons Sieg oder die Schlacht bei Vittoria, opus 91 (La victoria de Wellington o la Batalla de Vitoria).

Así como en una entrega anterior del Disquero nos divertimos mucho con la Sonata 32, donde demostramos el origen del jazz, algo impensable para muchos, ahora asombrémonos nuevamente, pues en este disco, y en general en todas las grabaciones existentes de La victoria de Wellington, encontramos el mismísimo germen de donde John Williams se nutrió para escribir su gloriosa música para la serie La guerra de las galaxias.

Identificamos con claridad el modelo que tomó, por ejemplo, para su Marcha imperial, de todos tan conocida, y en general el esquema para toda la saga, en una obra, la de Beethoven, que dura apenas 15 minutos pero nos brinda emociones y sonrisas a granel.

Hay que decir, por delante, que el propio Beethoven dijo que no se trata de una obra de las que a él le importen, lo suyo son las sinfonías. Algunos críticos serios, que aman a Beethoven, la aborrecen, de plano. Todos, comenzando por el sordo de Bonn, valoramos que esa obrita, con la que se divirtieron el autor y sus intérpretes la noche del estreno, y mucho, la escribió por necesidad económica, lo sacó de apuros y de paso, como el estreno incluyó su Séptima Sinfonía, atrajo nuevamente la atención del mundo para lo que le faltaba por escribir: su sinfonía 8 y la invaluable Novena Sinfonía, la Sinfonía Coral.

La historia de la partitura titulada La victoria de Wellington no existiría sin una biografía de cuento de hadas: había una vez un personaje cuyos elementos conformarían después modelos para armar de muchos otros, por ejemplo, el Gepetto de Pinocho, Ciro Peraloca, Conlon Nancarrow, Pat Metheny y hasta el mismísimo doctor Frankenstein: todos ellos inventores de artefactos animados, máquinas de hacer música tendiente a cobrar formas humanas. De película.

Nuestro personaje se llama Johann Nepomuk Maelzel, o Mäzel, quien nació el 15 de agosto de 1772 en Ratisbona, Alemania, y murió en La Guaira, Venezuela, el 21 de julio de 1738.

Su invento más celebrado: el metrónomo, aún en uso en todo el mundo.

Inventó las trompetillas de metal, artefactos a manera de audífonos gigantescos, gracias a los cuales su amigo y cliente, Ludwig van Beethoven, pudo sobrellevar una temporada su problema de sordera, que, cuando llegó a ser sordera total, lo dejó en evidencia en, digamos metafóricamente, su propio campo de batalla: el podio de director de orquesta, pues hubo momentos en que movía con ímpetu loco todo el cuerpo, ordenando un fortissimo, cuando lo que la orquesta tocaba, de acuerdo con la partitura, era un pianissimo, y viceversa: pedía silencios, o sonidos quedos, cuando la orquesta irrumpía en berridos. Es mi héroe, Beethoven: nunca se dio por vencido.

Cuando Arthur Willesley, duque de Wellington (Dublín, Irlanda, 1769–Kent, Inglaterra, 1852) derrotó a las huestes napoleónicas al frente de tropas británicas, españolas y portuguesas el 21 de junio de 1813 en Vitoria (después ocurriría la batalla final, en Waterloo, 1815), Maelzel, o Mäzel, tentó a Beethoven, urgidos ambos de dinero y llenos de deudas, a escribir una obra conmemorativa de tan importante hazaña. Cliché de clichés entre los géneros; en aquella época, los sucesos militares obtenían regularmente su réplica en las salas de concierto.

Maelzel, o Mäzel (je), inventó, entre otras muchas locuras geniales, un Panharmonicum: una orquesta mecánica con imitaciones de cuerdas, metales, maderas y percusión, alimentada por fuelles y tocada por medio de cilindros giratorios, como una caja de música, o como la orquesta que inventó el compositor mexicano Conlon Nancarrow (1912-1997) y que el autor del Disquero tuvo el privilegio de conocer en su casa en la Ciudad de México, construida por Juan O’Gorman, aunque la orquesta de Nancarrow era diferente: con neumáticos y activada mediante tarjetas que perforaba a mano el propio músico, antecedente genial de lo que serían años más tarde las primeras computadoras, como la del Imaas en la UNAM, donde llevábamos nuestras pilas de tarjetas de cartón perforadas, para crear programas matemáticos.

Bueno, la cuestión es que Mäzel convenció a Beethoven, quien con su escritura hizo gemir, resoplar, rechinar y crujir la máquina inventada por aquel, y los resultados fueron tan exitosos que decidieron hacer una versión para orquesta, que es la que conocemos a la fecha.

La noche del estreno es digno de una crónica semejante a la del estreno de La consagración de la primavera: un pandemónium divertidísimo. Atrajo multitudes, por supuesto, y los grandes músicos de la época, amigos de Beethoven, se colaron entre las filas de la orquesta, ansiosos de diversión. Así, el gran Domenico Dragonetti, célebre virtuoso, se sentó en la sección de contrabajos; su paladín Ignaz Schuppanzigh lideró las cuerdas, y Louis Spohr ocupó un puesto entre los violines.

Los compositores Antonio Salieri y Johann Nepomuk Hummel se ocuparon de los grandes tambores que representaban los cañones, en tanto Giacomo Meyerbeer aporreó un tambor bajo y alguien más empuñó grandes matracas que hacían tronar la artillería mejor que chinampinas.

De las versiones existentes en Spotify, la mejor es la de Hermann Scherchen: además de sus valores musicales, no recurre a artificio alguno, contrario al maestro del atrezo, los trucos teatrales, los efectos especiales: Herbert von Karajan, cuya versión incluye casi casi metralletas y cañones verdaderos.

Ah, la versión más divertida es la de la Academy of Saint Martin in the Fields, dirigida por sir Neville Marriner, porque comienza con el amanecer: pajaritos, ladridos de perros, trancos de corceles, trompetas para despertar a la tropa, alaridos de los combatientes, entre otras linduras. Y en la segunda parte se escucha el croar de aves de carroña, habida cuenta del montonal de muertos en el campo de batalla. Pasumecha.

La victoria de Wellington supera en emociones y sobre todo en humor a la celebérrima Obertura 1812 de Chaikovski y a la poco conocida La batalla de los hunos, de Franz Liszt.

En la caja de Beethoven con todas las grabaciones de Hermann Scherchen hay otros grandes tesoros. Por lo pronto, es importante mencionar que ese cedé 4 contiene, además de la Séptima Sinfonía y La victoria de Wellington, una larga sesión de ensayo con la orquesta donde escuchamos la voz, dulce y melodiosa, idéntica a la del gran Bruno Ganz (1941-2019), el ángel de las pelis de Wim Wenders, instruyendo a los músicos de la Orquesta de la Ópera de Viena, con amabilidad rayana en la ternura: hay momentos en que les improvisa una canción tipo bolero pero en alemán, para indicarles el tono, la atmósfera que se requiere para un pasaje determinado de la obra.

Al autor del Disquero siempre le han resultado más apasionantes, emocionantes y cautivadoras las sesiones de ensayo de orquesta que los conciertos en vivo. En casi 25 minutos, el melómano tiene un retrato cabal, al dirigir un ensayo, de quien es uno de los máximos intérpretes de Beethoven, que en eso consiste el hallazgo de esta caja que publica ahora la disquera Deutsche Grammophon: Hermann Scherchen.

Un retrato que se complementa con la lectura, que recomiendo también, del libro de Elías Canneti titulado El juego de ojos, donde dedica páginas apasionantes a contarnos la vida íntima de su amigo: Hermann Scherchen.

Pero eso será tema que platicaré en un próximo Disquero.

Mientras tanto, disfrutemos La victoria de Wellington. Se vale poner en el micro palomitas a tronar, muy a tono con lo que escuchamos en el disco.

Bang, bang, bang, pajiú, pajiú .

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