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Instantáneas en el centenario de Modigliani
D

ice su leyenda que al morir llevaba una reproducción de la obra Muchacho de chaleco rojo de Cézanne, y un ejemplar de Los cantos de Maldoror. Había llegado a este libro que renovó la poesía francesa del siglo XIX, después de haber leído con minucia a Nietzsche, Dante, Shelley, Spinoza y Baudelaire.

Murió en la miseria de una meningitis producto de una tuberculosis que lo aquejó desde adolescente y evitó que se dedicara a la escultura, su pasión artística.

Después del funeral al que acudieron sus amigos de Montmartre y Montparnasse, su mujer, Jeanne Hébuterne, con nueve meses de embarazo, se suicidó arrojándose de un quinto piso.

Amadeo Modigliani, cuya obra se caracteriza por los rostros ovalados, cuellos largos ligeramente inclinados como la Venus de Botticelli y rostros planos, marcó como pocos al arte moderno.

A pesar de haber vivido en el París que fue el epicentro de los ismos y de haber tenido como amigos a varios de sus practicantes, ninguno lo asimiló: ni el cubismo ni el dadaísmo ni el surrealismo le hicieron mella. Fueron más fuertes en él la influencia del arte africano, de los pintores de El Trecento y de Botticelli.

Compartió con Diego Rivera un estudio en ese París de las vanguardias y le hizo varios retratos al muralista mexicano. También compartió con el veracruzano Benjamín Coria otro estudio. Éste último, conociendo la miseria en que vivieron, nunca imaginó los precios que alcanzarían las obras de Modigliani con el paso del tiempo, como aquel espléndido Nu Couché que se llegó a vender en más de 170 millones de dólares.

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▲ Modigliani en su estudio.Foto Wikimedia Commons

Cuesta trabajo imaginar el Montmartre de Modigliani. Era áspero y terrible y nada tiene que ver con el que ahora nos ofrecen los tours.

El Bateau-Lavoir en Montmartre, lugar que albergó a decenas de artistas, contaba con un solo grifo de agua oxidado y sucio, para casi 30 estudios, sin gas ni electricidad. Las fachadas –refiere Ana Moreno en un texto para el Museo Tyssen-Bornemisza– eran simplemente tablones de madera desajustados y húmedos que dejaban pasar el aire frio del invierno.

La Ruche de Montparnasse donde vivieron en su singular estructura en forma de colmena 140 personas entre artistas y escritores, no era el más acogedor de los lugares pero fue, en su momento, un punto de encuentro para esa creatividad desbordada entre las guerras que vivió la capital francesa.

El París de Modigliani y sus contemporáneos que se presenta en el Palacio de Bellas Artes es una magnífica oportunidad para acercarnos a un gran artista y también a ese París irrepetible de las primeras décadas del siglo XX sin el que difícilmente podríamos entender el arte de nuestros días.

La muestra también es un vuelo de reconocimiento de las relaciones del arte y los artistas. De cómo, en materia de pintura, todo está en todo y de que toda tradición engendra, desde su nacimiento, la ruptura que habrá de modificarla.