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Vox Libris
El reino y el jardín
Periódico La Jornada
Domingo 6 de septiembre de 2020, p. a12

En el libro El reino y el jardín, del filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942), editado por Sexto Piso y con traducción del poeta mexicano Ernesto Kavi (Ciudad de México, 1981), el autor hace una crítica minuciosa de la doctrina agustiniana del pecado original; además, Agamben piensa el paraíso terrestre como la imagen siempre presente y actual de la naturaleza humana, de la justa morada de los hombres sobre la tierra. Un paradigma político que se debe articular y distinguir del Reino milenario, que ha sido el modelo de toda utopía. Si sólo el Reino puede dar acceso al Jardín, sólo el Jardín permite pensar el Reino. Con permiso de la editorial ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del libro.

1. El jardín de las delicias

1.1. En 1947 Wilhelm Fraenger, un estudioso alemán que formaba parte del grupo de intelectuales que se reunía entorno a la revista holandesa Castrum Peregrini, publicó una nueva interpretación del tríptico de Jheronimus Bosch conservado en el Museo del Prado, conocido como El jardín de las delicias. Según Fraenger, el significado del enigmático tríptico se aclara si se lo coloca en el contexto teológico en el que nació: la secta herética del Libre Espíritu o de los homines intelligentiae, a la que pertenecía Jacob van Almaengien, quien lo había comisionado e inspirado. Los hermanos del Libre Espíritu profesaban que la perfección espiritual coincidía con el advenimiento del Reino y con la restauración de la inocencia edénica de la que el hombre había gozado en el paraíso terrenal. Escribe Fraenger, concluyendo su minuciosa interpretación de las figuras del tríptico:

El reino del espíritu ha sido restaurado, el evangelium aeternum se ha vuelto carne y sangre: innumerables seres humanos, cuyos ojos se han abierto, lo encarnan y viven sobre la tierra en estado de inocencia paradisíaca […] Los discípulos del Libre Espíritu solían llamar paraíso a su devota vida comunitaria, enteramente consagrada a Dios, y con este término designaban la quintaesencia del amor. En ese sentido debemos interpretar el paraíso representado en el panel central. Lo que ahí admiramos es una realidad idealizada, un hoy al mismo tiempo real y misterioso, simbólico hasta los más mínimos detalles. Esta instantaneidad es la que determina la composición del tríptico. No hay sucesión cronológica ni ruptura entre el Edén, considerado como el origen de todo, y el paraíso central, restauración futura y utópica del estado original: existe más bien la absoluta simultaneidad de un mismo estado de consciencia. (Fraenger, pp. 149-151)

Por lo tanto, no es sorprendente que Fraenger, justo al inicio de su investigación, sustituya discretamente el título tradicional –El jardín de las delicias– por la rúbrica inédita El Reino milenario (das tausendjährige Reich): “El Reino milenario, en Madrid, conocido hasta ahora como El jardín de las delicias…” (p. 19). Que un título que reenvía a un tema teológico-político –el Reino– sea de esta forma estrechamente asociado a la morada de Adán en el paraíso terrenal no es, sin embargo, algo que se da por supuesto.

Es sobre este paradigma teológico –el Jardín en Edén, que, a pesar de estar presente desde el inicio en una posición eminente en la reflexión teológica, ha sido tenazmente colocado en los márgenes de la tradición del pensamiento en Occidente– que la presente investigación se propone trazar una sumaria genealogía. Mientras el Reino, con su contraparte económica-trinitaria, no ha dejado nunca de influenciar las formas y las estructuras del poder profano, el Jardín, a pesar de su constitutiva vocación política (había sido plantado en Edén para el feliz habitar de los hombres) ha permanecido sustancialmente extranjero a todo ello. Aun cuando, como ha ocurrido muchas veces, grupos de hombres han buscado en él la inspiración para un modelo de comunidad decididamente heterodoxa, la estrategia dominante ha tenido el cuidado de neutralizar las implicaciones políticas. Y, sin embargo, como la hipótesis de Fraenger sugiere, no sólo no es posible separar el Jardín del Reino, sino que se han entrelazado tan frecuente e íntimamente, que es probable que una investigación sobre sus entrecruzamientos y sobre sus divergencias terminara por rediseñar, de forma significativa, la cartografía del poder occidental.

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▲ El filósofo italiano Giorgio Agamben (Roma, 1942).Foto cortesía Sexto Piso
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1.2. La historia de la palabra paraíso, que nos suena tan familiar, es una sucesión de préstamos de una lengua a otra, como si el término extranjero por alguna razón fuera considerado intraducible o se quisiera a toda costa evitar su equivalente obvio. El término griego paradeisos, que el latín transcribe como paradisus y que aparece por primera vez en Jenofonte es, de hecho, según los léxicos, una copia del avéstico pairidaeza, que designa un amplio jardín amurallado (pairi significa entorno y daeza muro). Es posible que copiando el término iraní en lugar de usar el vocablo griego para jardín, kepos, Jenofonte –como hacen todavía hoy los especialistas, cuando dejan sin traducir los términos exóticos de la lengua extranjera de la que son doctos– quisiera hacer ostentación de su conocimiento de las cuestiones persas, lo que parece importarle mucho. Es cierto que no podía imaginar que su neologismo greco-iraní estuviese destinado a proveer a la teología cristiana de uno de sus términos técnicos esenciales y al imaginario de Occidente de uno de sus más obstinados fantasmas. En esa especie de novela etnográfica que es la Cyropaedia, llama paradeisos al jardín en el que Astiages, el abuelo de Ciro, cazaba animales salvajes. Al convertirse en rey, Ciro ordenó a sus sátrapas plantar paradeisoi, de forma que los nobles de su séquito, al ir a cazar, se ejercitaran en el combate, “porque consideraba la caza la mejor preparación para la guerra […] y cada vez que estaba obligado a quedarse en su palacio, cazaba las bestias que estaban en su paradeisos” (VIII, I, 34-38). No hay que olvidar que, si bien en su primera aparición en la lengua griega el paraíso tiene relación con la caza y la guerra, es en el Oeconomicus, una obra que tuvo gran difusión en la cultura griega, donde Jenofonte describe un paradeisos más semejante al que se convertiría en paradigma del Jardín occidental. Según lo referido por el espartano Lisandro, Ciro el Joven le había mostrado su paradeisos en Sardi, donde los árboles estaban plantados a distancias uniformes según líneas perfectamente rectas, con tal geométrica armonía y tal variedad y suavidad de perfumes que los acompañaban mientras paseaban, que Lisandro había exclamado: Te admiro, oh Ciro, por tanta belleza, pero admiro aún más a aquel que ha diseñado y ordenado todo esto. Yo he diseñado y ordenado todos estos árboles, le responde Ciro, “y muchos los he plantado yo mismo (ephyteusa autos)” (ibid., 4, 20-23).

1.3. El acontecimiento absolutamente decisivo para la historia del término fue la elección de la Septuaginta o Biblia de los Setenta de traducir como paradeisos el hebreo gan en Génesis, 2, 8 (y otras ocho veces en los versículos siguientes): Kai ephyteusen kyrios ho theos paradeison en Edem (Y Dios plantó un paraíso en Edén).

Las tentativas para justificar esa elección (asociando, por ejemplo, como hace Jan N. Bremmer con absoluta arbitrariedad, la expresión paradeisos tes tryphes, jardín de las delicias, en el Génesis, 3, 23, a los nombres Triphone y Triphena de los monarcas y princesas del Egipto ptolemaico; Bremmer, pp. 53-54) son del todo inconsistentes. Sólo se puede constatar que, al tener que traducir el hebreo gan, prefirieron sustituir el común kepos por un vocablo más raro, genealógicamente asociado a una idea de realeza y de prestigio y a la presencia de animales y de agua, que se adaptaba mejor a un jardín plantado por Dios.