Opinión
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La melancolía de Lope
C

omo muchos en un mundo coronavirus, como Lope de Vega, según sus biógrafos, solía amanecer triste, muy triste, como si viviera un mundo de amarguras, infortunios, orfandades, miserias, lágrimas. La muerte de su pequeño hijo Carlitos estaba presente siempre. Poeta de Luna lunera, escribía de su propio jugo. Apila que apila versos y más versos, patrimonio interno de vida, caudales de arte que lentamente se deshacían...

Notas de una escritura interna que, al igual que con Miguel Cervantes de Saavedra, siglos después fue una de las bases de pensamiento Jacques Derrida, el filósofo francés.

Tarde a tarde, Lope se sometía al sorteo riguroso de la fantasía más allá de lo conceptual y llegaba a la memoria de los sueños. Doble sentido del que tarde a tarde salía aplastado por la culpa expresada en el castigo. Rojo de vergüenza cargando en la conciencia el pesado fondo de los remordimientos por los amoríos, volvía a nuevos amoríos. Que se tornaban deseos frustrados por el verdugo de su propia tiranía interna, que escribía en la piel de las amantes, la vibrante y culpígena manotada de la caldera sexual, vital como la prosa, cálida como el verso.

Lope con el sexo bajo la piel de sus queridas, gesticulaba diabólicas muecas de libidinosidad, enredada en irónicas sonrisas cargadas de amargura. Muecas, carcajadas fúnebres, velos de orfandad, chasquidos de lágrimas contenidas, sordos gemidos de cuerpo tejido de caricias femeninas, al paso del barboteo del jugo salitroso del sudor erótico, que regaba las pieles de amoríos y subían a nublar el cristal cetrino de los ojos desorbitados.

En lo más profundo de la blanca hoja, vivía las tardes entregado a largas horas de fantaseo. Memorias de otras épocas más acá de la conceptualización, jugando a las añoranzas y desventuras eróticas, danzas infantiles, tiernas regiones a túneles culebrescos que se movían en la tarde cálida y templada y daban paso a la juerga templada de vitalidad desorbitada.

Lope fue fanático de la escritura; escribía y escribía a todas horas, sin importarle la opinión de los demás, entregado a los sueños, echado indolentemente sobre sus Filis, Amarilis, Jerónima o Martha, en la que ya sacerdote recrea acciones sacrílegas, imágenes lentas y perezosas en que escribía sobre las espaldas turgentes y bellas cargadas de hormonas y alegrías, entre solares y fandanguillos, que desvelaban fantasías y misterios, y en la memoria se vestían de negro, antes de la roja salida del sol, y el gris plomizo del horizonte que recogía los tonos multicolores entre las sábanas, que servían de mesa a la piel que al recibir su escritura, mágicamente se tornaba un texto que brillaba en el mariposeo de las rimas, lentejuelas sobre los billones de seda y frescas bocanadas matinales desplegadas en el dormir atormentado.

El ritmo de la escritura de los versos llegaba a los oídos de Madrid, y plácidos sones eran marco al fantaseo a intervalos y el rumor perfumado de las calles, a las que trasmitía poemas y cantares, obras teatrales de vida negra Fuente ovejuna , en que el verso era el de Madrid y la leyenda también, en la que además de versos, iba algo grande, conmovedor, muy hondo y apartado de la vida, y con otro afecto. Al despertar, ligeros gases de humor flotaban en el espacio, tristeza de huérfano que deshacía como jirones en naranjas; la esperanza, esa esperanza, que nunca perdió y venía envuelta en otra amante, entre el aleteo del viento que parecía cercenarse al triste gemido de la afonía melancólica en el convento.