Cultura
Ver día anteriorDomingo 9 de agosto de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Vox Libris
Personajes desesperados
Foto
▲ Paula Fox (1923-2017).Foto Wikicommons
Periódico La Jornada
Domingo 9 de agosto de 2020, p. a12

La novela Personajes desesperados, escrita en 1970 por la autora estadunidense Paula Fox (1923-2017), es considerada una obra de arte por la prensa especializada. La historia cuenta la vida de una pareja neoyorquina que sufre una serie de pequeñas tragedias a partir de un accidente con un gato callejero. En esta ocasión, la editorial Sexto Piso redita su obra, traducida por Rosa Pérez Pérez. Con permiso del sello, ofrecemos a nuestros lectores un fragmento del prólogo escrito por Jonathan Franzen.

Prólogo.

No se acaba nunca

Releer Personajes desesperados

En una primera lectura, Personajes desesperados es una novela de suspense. Sophie Bentwood, una mujer de cuarenta años que vive en Brooklyn, es mordida por un gato callejero al que ha dado leche y, durante los siguientes tres días, se pregunta qué va a acarrearle el mordisco: ¿morir de rabia?, ¿inyecciones en la barriga?, ¿nada en absoluto? El motor del libro es el hondo pavor contenido de Sophie. Al igual que en las novelas de suspense más convencionales, están en juego la vida y la muerte y, quizá, el destino del mundo libre. Sophie y su marido, Otto, encabezan la tendencia de las clases pudientes a ocupar zonas urbanas deprimidas a finales de los años sesenta, cuando la civilización de Nueva York, la gran ciudad líder del mundo libre, parece estar derrumbándose bajo un aluvión de basura, vómitos y excrementos, vandalismo, engaños y odio de clase. El viejo amigo y socio de Otto, Charlie Russel, deja el bufete de abogados y ataca despiadadamente a Otto por su conservadurismo. Otto se lamenta de que la descuidada cocina de una familia de campo le dice una sola cosa; dice: Muérete y, sin duda, ése parece ser el mensaje que recibe de casi todo su mundo cambiante. Sophie, por su parte, fluctúa entre el terror y un extraño deseo de que le hagan daño. Le aterra el dolor que no está segura de no merecer. Se aferra a un mundo de privilegios aun cuando la asfixia.

Por el camino, página a página, están los placeres de la prosa de Paula Fox. Sus frases son pequeños milagros de compresión y especificidad, diminutas novelas por sí solas. Éste es el momento en el que el gato muerde a Sophie:

Sophie sonrió, preguntándose con qué frecuencia, o si alguna vez, lo habían acariciado, y seguía sonriendo cuando el gato se puso a dos patas, y también cuando sacó las uñas y la atacó, hasta el mismo instante en que le hincó los dientes en el dorso de la mano izquierda y estiró con tanta fuerza que ella casi se cayó hacia delante, atónita y horrorizada, pero lo bastante consciente de la presencia de Otto como para contener el grito que le surgió en la garganta cuando intentó sacar la mano de ese círculo de alambre de espino.

Imaginando un momento dramático como una serie de gestos físicos –prestando mucha atención–, Fox deja espacio para todos los aspectos de la complejidad de Sophie: su generosidad, su autoengaño, su vulnerabilidad y, por encima de todo, su conciencia de persona casada. Personajes desesperados es una novela poco común que hace justicia a las dos caras del matrimonio, el amor y el odio, ella y él. Otto es un hombre que ama a su esposa. Sophie es una mujer que se bebe un chupito de whisky de un trago un lunes a las seis de la mañana y abre el grifo para limpiar el fregadero haciendo ruiditos con la boca como si fuera una niña con asco. Otto es lo bastante malvado para decir: Mucha suerte, tío cuando Charlie se marcha del bufete; Sophie es lo bastante malvada para preguntarle, más adelante, por qué lo ha dicho; Otto se mortifica cuando ella lo hace; Sophie se mortifica por haberlo mortificado.

Foto

La primera vez que leí Personajes desesperados en 1991, me enamoré de la novela. Me pareció claramente superior a cualquier novela de los contemporáneos de Fox, como John Updike, Philip Roth y Saul Bellow. La encontré de una genialidad irrebatible. Y como había reconocido mi propio matrimonio con problemas en el de los Bentwood, y como me había parecido que la novela sugería que el miedo al dolor es más destructivo que el propio dolor, y como deseaba con todas mis fuerzas creerlo, la releí casi de inmediato. Esperaba que el libro, en una segunda lectura, me dijera, de hecho, cómo vivir.

No hizo tal cosa. En cambio, se volvió más misterioso, menos una lección y más una experiencia. Empezaron a surgir densidades metafóricas y temáticas antes invisibles. Mis ojos se posaron, por ejemplo, en una frase que describe la llegada del alba a un salón: Los objetos, cuyas siluetas empezaban a concretarse a la luz creciente del amanecer, encerraban una vaga amenaza totémica. A la luz creciente de mi segunda lectura, vi cómo todos los objetos del libro empezaban a concretarse de ese modo. Los higadillos de pollo, por ejemplo, se presentan en el primer párrafo como una exquisitez y como pieza central de una cena refinada: como la esencia de la civilización del Viejo Mundo. (“Se cogen materias primas y se transforman –observa el izquierdista Leon mucho más adelante en la novela–. Eso es la civilización”). Un día después, cuando el gato ha mordido a Sophie, y Otto y ella han empezado a defenderse, los higadillos que han sobrado se convierten en cebo para la captura y muerte de un animal salvaje. La carne cocinada continúa siendo la esencia de la civilización; ¡pero cuánto más violenta parece ahora esa civilización! O sigamos la comida en otra dirección; veamos a Sophie, alterada, un sábado por la mañana, intentando levantarse el ánimo gastando dinero en un utensilio de cocina. Va al Bazaar Provençal con intención de comprarse una sartén para hacer tortillas, un accesorio para un vago sueño hogareño de comodidades y refinamiento francés. La escena termina cuando la vende- dora alza las manos como si quisiera protegerse de una bruja y Sophie sale huyendo con una compra que simboliza su desesperación hasta un punto casi cómico: un reloj de arena para huevos pasados por agua.

Aunque a Sophie le sangra la mano en esta escena, su impulso es negarlo. La tercera vez que leí Personajes desesperados –la había escogido como lectura obligatoria de una clase de ficción que impartía– empecé a prestar más atención a estas negaciones. Sophie va haciéndolas de manera casi ininterrumpida a lo largo de todo el libro: Está bien. Oh, no es nada. Oh, bueno, no es nada. No sigas. ¡EL GATO NO ESTABA ENFERMO! ¡Es un mordisco, sólo un mordisco! No pienso ir corriendo a un hospital por algo tan tonto como esto. No es nada. Está mucho mejor. No tiene importancia. Estas negaciones reiteradas reflejan la estructura que sustenta la novela: Sophie huye de un posible refugio a otro, y ninguno de ellos logra protegerla. Acude a una fiesta con Otto, se escabulle con Charlie una noche, se compra un regalo, busca consuelo en viejos amigos, telefonea a la mujer de Charlie, prueba a llamar a su antiguo amante, accede a ir al hospital, captura al gato, se mete en la cama, intenta leer una novela francesa, huye a su estimada casa en el campo, piensa en irse a vivir a otro sitio, se plantea adoptar hijos, destruye una vieja amistad: nada la alivia. Su última esperanza es escribir a su madre para hablarle del incidente del gato, tocar la tecla exacta calculada para provocar el desprecio y las risas de la anciana: en otras palabras, transformar su sufrimiento en arte. Pero Otto arroja su tintero contra la pared.