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Bucareli y el soñado, por muchos, paseo de un virrey
E

xiste, en más de uno, el sueño romántico que, en una comparación absurda, coloca con una falsa percepción de la realidad a épocas anteriores como más esplendorosas, atractivas y habitables que la actual. Ejemplo de ello es la idealista apreciación que algunos suelen tener sobre el virreinato de la Nueva España, momento histórico del que, como si de una película se tratara, dicen que fue una época maravillosa, en la que no había contaminación y se escuchaban los cascos de los caballos chocar con el suelo en lugar de los cláxones de automóviles, donde, además, la vida era mucho más galante y sencilla, entre otras frases comunes similares que, alejadas de veracidad, apelan más que a una mente reaccionaria, a la falta de interés de las autoridades educativas en hacer del estudio de nuestro pasado algo que, en esencia, es divertido.

En un ejercicio imaginativo le invito, mientras lee estas líneas, a realizar un paseo por las calles de la Ciudad de México virreinal. Tenga en él mucho cuidado con el grito de aguas o agua va; si lo escucha, no se quede inmóvil, volteé hacia arriba y a los lados, es aviso de que alguien aventará, desde una ventana o tejado, aguas pestilentes resultantes del proceso digestivo de una o más personas. De la pestilencia, le hayan caído o no las aguas, no podrá escapar sino hasta llegar a campo abierto, pues el drenaje es inexistente y la calle funciona como letrina, al igual que los canales que –además– contienen en su fondo, atados con piedras para impedir que emerjan, cadáveres de personas que, por falta de recursos, no pueden recibir cristiana sepultura en alguno de los pocos cementerios que existen .

A finales del siglo XVIII la Ciudad de México, aunque hermosa, carecía de alumbrado y drenaje, sus servicios urbanos eran contados y deficientes, y de ello, además de la inseguridad y falta de ordenamiento, se percató el virrey Antonio de Bucareli, quien, al atravesar por primera vez el muro de miseria que en una especie de transición entre campo y ciudad rodeaba a la capital de la Nueva España, quedó conmovido, pero sobre todo preocupado, al ver las terribles condiciones de vida que ahí, en miles de jacales construidos sin ninguna disposición, sufrían indígenas y uno que otro español caído en desgracia. Fue entonces cuando Bucareli se propuso la tarea de embellecer y ordenar la que algún día sería nombrada por Alexander von Humboldt –en mucho gracias a él– Ciudad de los Palacios.

Antonio María de Bucareli y Ursúa nació en Sevilla el 24 de enero de 1717; fue descendiente de una familia de origen florentina asentada en España que, con el paso de las generaciones y mediante enlaces matrimoniales, se emparentó con la nobleza sevillana. A la edad de cinco años ingresó a la Orden Militar de San Juan de Malta –en la que profesaría más tarde–, y 10 años después, como cadete, inició la carrera de armas en la que, rápidamente y debido al prestigio que el buen resultado de sus encomiendas le hizo ganar, fue ascendiendo en rango y responsabilidades. Participó en innumerables batallas y se desempeñó en distintas comisiones hasta que, en 1765, fue nombrado gobernador de la isla de Cuba, cargo que ejerció con gran éxito al demostrar facultades de gobernante y administrador, lo que le hizo ganar, cuatro años y medio después, el favor del rey Carlos III al designarlo virrey de la Nueva España.

El virrey de Bucareli hizo su entrada oficial en la Ciudad de México el 31 de octubre de 1771, y, si bien aquel ingreso fue solemne, más aún lo fue la cara de don Antonio ante la poca favorable impresión que sobre la ciudad tuvo: la encontró sucia y desordenada, el olor le resultó fétido y las calles repletas de puestos de comida y animales le causaron asco. Además, y peor aún para sus pulgas, se escandalizó al ver que la población indígena casi no utilizaba ropa –muchos andaban totalmente desnudos–, lo que interpretó como síntoma de miseria, por lo que uno de sus primeros objetivos fue vestirlos pero, como no tuvo éxito en tan complicada encomienda, prefirió centrar sus esfuerzos en administrar eficientemente los recursos de la Nueva España, y en mejorar y embellecer la Ciudad de México.

Influenciado por el brillo de la Ilustración, el 46 virrey de la Nueva España encargó construir, en terrenos desecados a las afueras de la ciudad, El Paseo Nuevo que, adornado por frondosos árboles, partía de la calle del Calvario para terminar en la garita de Belén. Con cuatro líneas de árboles y una fuente circular sirvió para que los ciudadanos, sobre todo privilegiados, pasearan, observaran y fueran observados con vestimentas y carruajes. Al poco tiempo el paseo tomó el nombre –que perdura hasta nuestros días– de su creador: avenida Bucareli. Ahí estuvo el Caballito, se mantiene el reloj chino, se ubica el Palacio de Cobián, y es una de las vialidades de la Ciudad de México que más historia guarda en su trazo. Recorrerla nos lleva a reconocer al virrey Antonio de Bucareli y a recordar su sueño y compromiso de convertir a la capital en una urbe ordenada y limpia, sueño que hoy sigue siendo la ilusión –alcanzable– de muchos.