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Nosotros ya no somos los mismos

Malandrines no mexicanos

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▲ Emilio Lozoya, ex director de Petróleos Mexicanos, en imagen de 2013.Foto Francisco Olvera
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os palabras, tan sólo dos palabras. Las grité y repetí dándome apenas unos segundos para el resuello. Mi voz seguramente hubiera resultado inaudible, de no haber formado parte del reclamo colectivo de miles de gargantas que, en muchas lenguas, con los tonos y los acentos más diversos, le daban a la consigna común, una inusitada pluralidad y riqueza. Algunos de los gritones lo hacían en su propio idioma, otros trataban de imitar lo más posible los sonidos que surgían de las gargantas de los hispanohablantes, lo cual complicaba la barahúnda imperante. Qué difícil para los finlandeses comprender, ellos, a quienes entenderles es todo un reto para nosotros, que los argentinos celebraran fastos tan emotivos con canciones plenas de lloros y dolencias. A los escandinavos, o a los mismos británicos, el harto trabajo de entender que los españoles, al mismo tiempo que reivindicaban a la Caridad del Cobre como miliciana y socialista, no dejaban de batir palmas (aplaudiéndose a sí mismos, pensaban ellos), y evitando a los presentes oír, con sus palmeadas tan rítmicas, precisas, lo que querían transmitir. ¿Se imaginan el azoro de ucranianos y japoneses cuando descubrieron que los brasileños, más que hablar en portugués se expresaban girando su maravilloso derrière, hoy el mayor incentivo erótico del sexo masculino? Esos tipos no hablan con su garganta y sus cuerdas vocales, o sea, parte del aparato fonador responsable de la producción de la voz. Lo hacen con ese lenguaje corporal que provoca un estallido de adrenalina milagroso que nos transformó a los jóvenes de todos los continentes que esa tarde estábamos allí reunidos.

Ya me autorrebasé por la izquierda. Inicié este relato porque me confundí de fecha. Ubicaba lo que estoy tratando al día siguiente de mi emocionante visita a Sierra Maestra, el 26 de julio de 1961, primer aniversario, en libertad, del inicio de la rebelión que en esos momentos había logrado constituir en nuestro continente, el Primer territorio libre de América. Pero no fue así. El acontecimiento que pretendía en este relato, según he comprobado en mis archivos, sucedió, tal como lo describo, pero unos días después. Repetirlo cuantas veces pueda no me incomoda, lo haría a diario, pero por hoy no es justo, hay dos que tres temas imprescindibles de tratar. De manera poco usual y comedida, pero con la confianza que tengo cultivada con la multitud, abruptamente dejo en suspenso mi viejo relato, que no elimino, pero sí pospongo, para abordar un tema que hoy por hoy me tiene, lo menos, insomne.

El pasado sábado 25, al recoger bajo la puerta mi periódico, me trastorné. Como en una película en la que uno sueña algo terrible y al despertar lo ve como un acontecimiento ya hasta cronicado en el diario que tiene en la mano, el terror lo invade. La portada de La Jornada de esa fecha decía: Reventar el juicio a Lozoya, meta de la estrategia de Garzón. Luego unos avances. En el PJF ven trampa para impedir que el ex director de Pemex pise la cárcel. Hospitalizarlo sin llevarlo al juez viola el debido proceso.

Pero entonces, me reconforté, no es mi paranoia. La hipótesis es clara, evidente. Yo, fanático y veedor constante de todas películas policiacas y las series televisivas, los finales me resultan un lugar común, ya casi los predigo y se mengua mi interés. ¿Para qué escoger a un costoso y poco confiable alto funcionario si, bajando la mira, se consiguen beneficios más económicos y menos riesgosos?

No tienen que ser el juez o los magistrados. Basta un secretario, un escribano que gana la centésima parte que sus jefes y que sabe, le constan, los arrumacos que lo sensibilizan. Un error, disque de dedo, puede ser definitivo para que la mano pachona, presumiendo su plena autonomía y honorabilidad, escriba una barrabasada que le garantice la vida hasta la quinta generación. Yo, de ser uno de los responsables de la seguridad de Emilio Lozoya, me haría habilitar un catre al lado de su cama. Cada alimento, bebida o medicina que ingiriera sería previamente degustado por los señores Peña o Videgaray, ni siquiera por sus cercanos familiares porque, ya hemos visto, afortunadamente para la República, no son vulnerables a presiones relacionadas con la familiaridad o los afectos. Puede que siga platicando de esto, pero no quiero, por hoy, tragarme un sapo: no estoy, por esta extraña ocasión, de acuerdo (con todo respeto) con el señor Presidente. Recobrar lo que se llegue a comprobar que los consignados –que deberían ser muchos más que dos o tres grandulones– se apropiaron de los dineros públicos, es imposible: los Corderos (que ya demostraron que no los son tanto), los Maderos de San Juan, de Pedro o de Judas (bueno o malo, según sus relaciones públicas), los Anayas (la columneta es incapaz de hacer un obvio, en todos sentidos, juego de palabras con el apellido, ni siquiera de quienes lo merecen), no sé cuánto dinero se agenciaron ni qué problemas resolvería en esta terrible crisis, pero en una seria encuesta que levanté entre cinco amigos y otros tantos familiares (pero mucho más confiable que las encuestadoras de postín), conseguí esta casi unánime opinión: señor Presidente, ni todo el dinero que llegara usted a recuperar dejaría al pueblo más gratificado que el justo castigo a estos malandrines en nada –por supuesto que en nada– mexicanos.

Twitter: @ortiztejeda