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Puntos sobre las íes

Recuerdos // Empresarios (CXXXI)

N

o me sorprende mucho que el amigo negara su candelabro de cristal. Parecer ser que gran parte de las comidas de Alfeizerao terminaban con la entrada de un toro bravo en el comedor. Por lo general, se trataba de un animal domesticado por el dueño de la casa, pero también sucedía que él mismo hiciera la bromita de cambiarlo.

Cuando regresamos a Sevilla, José Froes –hijo de Vitorino, casado con Josefina Morales de los Ríos, hermana de Asunción—puso a nuestra disposición la finca que heredara de su padre. Fue lo mejor que me podían ofrecer. ¡Qué suerte la mía pasar el invierno en Alfeizerao!

Mientras Asunción y Ruy arreglaban asuntos particulares, tuvimos que permanecer unos días en Lisboa. Vivimos en casa de José y Josefina Froes, en Junqueira. Menciono con especial cariño a esta familia y casa, que hoy es como si fuera mía. Los seis hijos del matrimonio se convirtieron en hermanos míos y los dueños me han recibido como a una hija más. Algo pródiga, es cierto, pues nunca sabían cuándo ni a qué horas aparecería en el umbral de su puerta.

Hoy, cuando entro en el recibidor, algo oscuro y muy tranquilo, de la casa de José y Chefina –como llamamos cariñosamente a la hermana de Asunción–, siento el inevitable paso del tiempo: los seis hijos se han casado. David, mi hermanito, que un día también corrió por ese mismo hall, ha terminado sus estudios y ya se ha enamorado. El hall está silencioso; los muebles, de brazos abiertos, vacíos. Conozco todo aquello hace 16 años, casi una vida. Subo siempre lentamente las escaleras, paso por dos grandes salones donde hay retratos de familia. Los que mejor se ven son los marcos que encierran a seis novias y, muy cerca, los que contienen los retratos de 53 nietos. Entro entonces en la capilla de la casa. Es como entrar en otra sala conocida. Allí vi casarse a Tereshina, la última de mis hermanas; vi bautizar a su primer hijo junto con el quinto hijo de Rucha, la mayor. Ambas han bautizado a su décimo segundo niño. Allí asistí a la primera comunión de toda la familia, allí recé para que Dios me concediera la gracia de protegerme y mostrarme el buen camino y a Santa Ana le rogué me hiciera feliz esposa y madre. Esta petición se la hacía porque me parecía más propio hacérsela a una mujer. Además, si Jesús no le decía que no a su madre ¿cómo le podría decir que no la Virgen a Santa Ana?

¡Oh, qué duda cabe, aquella casa es para mí un mundo! En su capilla me casé y también durmió Ruy las primeras horas de su sueño eterno.

Ahora, siempre que pienso en todo esto, el ruido de voces y la aparición de caras –caritas de 53 nietos—atropellan mis pensamientos. Y cada vez siento el mismo deseo tonto de explicar que soy vieja y que el otro día era yo la que andaba corriendo por las escaleras. Entonces, me vienen a la memoria las fisonomías de los amigos de mis padres. ¡Ah, eran tan viejos! Y me callo. Les miro en silencio, ¡qué suave amargura! Falta tan poco tiempo para que me comprendan.

Mas volviendo algo atrás –que ya también falta poco para terminar esta narración–, llegó por fin el día en que abandonamos las estrechas calles de Lisboa y la casa encantadora de José Froes para dirigirnos a Alfeizerao. Al hacerlo, sonreí con mis propios pensamientos: me encantaba la observación de un gran amante de las ciudades: Campo: horrible lugar donde los pollos se pasean crudos.

Alfeizerao resultó ser un pueblecito pequeño, todo pintadito de blanco. Tenía su iglesia, su viejo cura padre Joao –el mismo joven en tiempos del señor Vitorino–, una tienda o dos, con las especialidades de la tierra, una farmacia y un pequeño cementerio. No le faltaba nada. El médico, doctor Graca, que vivía en San Martinho y hacía sus visitas a caballo, lo mismo sujetaba en sus cuidadosas manos a un nuevo ser, como partía, a cualquier hora, para acudir a un bisabuelo. Era el ambiente clásico de las obras de Camilo.

(Continuará) (AAB)