Opinión
Ver día anteriorDomingo 26 de julio de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Mar de historias

Noche triste

E

quipados como lo indica la emergencia sanitaria, Rolando, Cayetano, Refugio y Néstor permanecen inmóviles, en actitud casi marcial, junto a las mesas vacías. La luz de los candiles se refleja en las caretas que cubren sus rostros y eso les da un aspecto fantástico, irreal. De pronto una lámpara empieza a parpadear y se apaga. Al advertirlo, Verónica –la propietaria del restaurante– se dirige al más joven de los meseros:

–Néstor, te pido de favor que mañana, en cuanto llegues, vayas por el electricista y le expliques que me urge... Pero, ¿qué estoy diciendo? Ustedes pensarán que estoy loquita. Lo que sucede es que me cuesta muchísimo trabajo aceptar que esta vaya a ser nuestra última noche en Los Petreles.

En silencio, con las manos unidas en la espalda, los meseros se limitan a inclinar la cabeza. Verlos en esa actitud aviva su simpatía, su ternura hacia ellos y sonriendo les dice:

–Si pudieran verse, sabrían que, así como están de modositos, parecen niños castigados.

II

Su expresión alegre se borra cuando piensa que pronto dejará de ver a esos trabajadores, que son como miembros de su familia. En verdad los estima, siempre les ha deseado lo mejor y, sin embargo, está a punto convertirlos en desempleados, lo mismo que a Carlota y Adolfina, cocineras famosas entre la clientela de Los Petreles por su capacidad de sorprender con nuevos sabores.

Verónica sabe que trató de evitarles ese trago amargo, pero ha llegado al punto en que no le queda más salida que cerrar el negocio. Mantenerlo en funciones le origina gastos que ya no puede cubrir y además tiene deudas a causa de la reciente remodelación, la compra del equipamiento para el personal y las contraídas con sus proveedores.

Confía en que sus colaboradores la entiendan. Ellos mejor que nadie conocen la gravedad de una situación que los afecta. Ayer sólo acudieron tres comensales. La venta fue de mil cien pesos y las propinas no pasaron de cuatrocientos: menos que nada en comparación con los tiempos en que las reservaciones tenían que hacerse con mucha anterioridad y a las puertas de Los Petreles se aglomeraban los parroquianos en espera de una mesa desocupada.

III

Hoy, por primera vez desde que ella recuerda, las doce que hay en el local han permanecido vacías. Mirarlas con sus manteles blancos, adornadas con ramitos de flores a punto de marchitar, le provoca nostalgia, desánimo y ahonda sus temores. Se pregunta cómo será su vida después de esta noche triste; cómo será la de sus empleados a partir de mañana, cuando ya no tengan que presentarse en el restaurante que fundó su padre, Ramón Barajas, hace más de cincuenta años.

Refugio se vanagloria de haber conocido al patrón. Llegó a trabajar allí muy joven, cuando tenía el cabello abundante y negro. Hace tiempo peina canas. A la edad que tiene ahora ¿quién va a contratarlo y de qué, si no conoce más oficio que el de mesero, para el que se necesita –según les explicaba a los trabajadores de nuevo ingreso– mucha sicología y el doble de mano izquierda.

Néstor es el más joven de los cuatro y por eso a Verónica le preocupa menos. Es posible que logre colocarse en otro restaurante y que llegue a cumplir su sueño: estudiar para chef. Un día que Adolfina no pudo ir a trabajar se ofreció a sustituirla mientras regresaba. Entre risas burlonas, Carlota salió a comentarlo con sus compañeros y antes de volver a su estufa y sus hornos soltó una de sus ocurrencias: Ya mero que voy a recibir en mi cocina a semejante grandulón. Desde entonces todos lo apodan así: Grandulón.

IV

Son las seis cuarenta de la tarde y hay orden de que los restaurantes cierren a las siete. Tras una breve consulta a sus compañeros, Refugio se acerca a Verónica. Le habla en voz baja y con esfuerzos.

–Ya casi es hora. ­¿Cerramos?

–Hasta las siete. En veinte minutos puede suceder algo... ¿Qué me miras?

–Como usted siempre anda de arriba para abajo, ahorita que la vi sentada en la mesa que siempre ocupaba su padre, me pareció verlo a él.

Verónica acaricia el mantel como si estuviera acariciando la mano de su padre. Ese breve contacto vence su resistencia y, sin poder evitarlo, las lágrimas escurren por sus mejillas. Se avergüenza, no le gusta mostrar su debilidad ante quienes la rodean. Con esfuerzos se sobrepone a su angustia y empieza a recordarles, como si ellos no lo hubieran vivido, los domingos de trajín, de risas y las conversaciones ensordecedoras, las navidades adornadas con festones, esferas y nochebuenas.

Se interrumpe. No puede más. De pie, mira de frente, por última vez, a quienes fueron sus colaboradores. Percibir su emoción, su solidaridad, su respeto, la lleva a reconocer que comparten una profunda amistad, una de esas que se condimentan con los sabores de la vida y se cocinan a fuego muy, muy lento.