Opinión
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Business is good!
A

yer que tembló en México me estuve acordando de mi padre, Cinna, que fue un sismólogo muy distinguido, y pensé en las asociaciones que tengo con los temblores, que me acompañaron tanto a lo largo de mi vida, y que, en su mayoría (no todas, tuve una experiencia aterradora en el terremoto de Caracas de 1967), son buenas. Creo que eso sólo le puede pasar al hijo de un sismólogo.

Una de las historias divertidas de mi padre era sobre uno de sus profesores en Caltech, Charles Richter, el creador, junto con Beno Gutenberg, de la famosa Escala de Richter. Contaba mi papá que cuando temblaba, Richter iba a revisar los sismogramas que había en el laboratorio, se frotaba las manos y exclamaba: business is good!, o sea: ¡va bien el negocio! La anécdota abría la mirada a lo que se podría llamar una especie de schadenfreude institucionalizado. El concepto alemán de scha­denfreude, que es en realidad tan útil, se refiere al feo sentimiento de alegrarse por la desgracia ajena. Es una emoción ligada a la envidia y al rencor, y que bien merecería tener una palabra correspondiente en español. Lo interesante de lo de Richter, decía, es que su entusiasmo no provenía del rencor o la envidia hacia quienes sufrían de los temblores que estaba midiendo, sino del reconocimiento de que el hombre se dedicaba a entenderlos, y que para eso necesitaba datos. Richter necesitaba temblores, como los pescadores necesitan que haya pesca, y cuando por fin aparecían no podía esconder su regocijo: ¡El negocio va bien!

Todo esto es para confesar que mis asociaciones con los terremotos no son tan negativas como las de los demás, porque para mí estaban asociados a otra cosa: eran a lo que se dedicaba mi papá, y por eso también habían sido responsables a varias aventuras familiares, porque a veces mi papá conseguía empalmar alguno de sus estudios de campo con una vacación familiar. Y otras veces nos contrataba a mí y a mis hermanos para cargar su equipo de campo.

Así fue que conocí las minas de arena, unas grutas enormes, que hay abajo de algunas colonias que están en el poniente de la Ciudad de México, por ahí de Plateros u Olivar de los Padres. Formaban (no sé si todavía existan) todo un sistema de enormes cavernas, separadas una de la otra por columnas de la piedra que habían dejado los mineros para sostener el techo, o sea la capa de tierra que hay entre las cuevas y la superficie. Y se prestaban mucho para imaginar una novela de aventuras, estilo Capitanes de arena, de Jorge Amado, quizá, aunque sin los toques bellos y sensuales propios de las playas de Bahía, o quizá mejor tipo Los bandidos de Río Frío. Seguro que había alguna gente que vivía allí, o que había vivido. O se escondían allí los niños que vivían en esas barrancas. Y mientras, metros arriba de aquella entrada al centro de la Tierra, había docenas de edificios multifamiliares, completamente quitados de la pena: dos mundos paralelos, que sólo podrían tocarse por un fuerte temblor.

Recuerdo también un viaje de un mes que hicimos al lago Budi, en el sur de Chile, en la región mapuche. Era un lugar maravilloso, que le interesaba a Cinna porque en el maremoto que provocó el gran terremoto chileno de 1960, la ola había cortado la delgada franja de tierra que separa al lago del mar, así como las laderas de varios de los cerros circundantes, hasta inundar y destruir el pueblito que estaba en la orilla remota del lago. Realmente no me acuerdo, ni creo haber entendido entonces tampoco, cuál era el propósito de ese viaje de mi papá, pero el lugar al que nos llevó, ese sí no lo olvidaré nunca. Con Cinna encontramos allí cualquier cantidad de animales marinos –almejas, caracoles de mar– fosilizados en la arenisca de los cerros que había abierto la ola del año 1960.

Recuerdo también el horror que me provocaba la idea de un maremoto, que para mí era tanto más asustadora que la de un terremoto. Morir ahogado, tragado por la ola. Imaginar a esos pobres pescadores del lago Budi, a las señoras y niños que murieron ahogados.

Pero así como la ciencia nos acercaba a esos mundos, también nos ayudaba a alejar algunos de sus horrores. Así, por ejemplo, los terremotos tenían diferentes intensidades, y cuando temblaba en Santiago, que era bastante seguido, no nos preocupábamos tanto de que se fuera a caer la casa, como adivinar de cuánto había sido la sacudia (en la Escala de Richter, claro).

–Creo que fue como un cinco, ¿no?”

–Cinco y medio, o quizá seis.

Eran conversaciones que tenía con mis hermanos.

Curiosamente, la sismología y la geología fueron también prácticas que, desde niño, me acercaron a la historia. La geología es, finalmente, una ciencia histórica, que se aprende a leer por capas, y por materiales, por los granitos que irrumpen, o las lajas que se compactan, y cuando ves que hay petróleo, te imaginas a los dinosaurios que se comprimieron en las profundidades de esa tierra...

La sismología me acercó también a la antropología, porque los terremotos abren y conectan mundos, acercan cosas que antes no veías. Mi papá, que era una persona tan gentil, se dedicaba a los desastres. No los domaba nunca, ni lo intentaba, pero con el entendimiento, alcanzaba al menos a domesticarlos, a ver y prever.