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Diez años sin Monsi
La leyenda en tres actos
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▲ Carlos Monsiváis baila con la también escritora Elena Poniatowska en el Salón Margo, durante una reunión con amigos en 1988.Foto Fabrizio León
 
Periódico La Jornada
Viernes 19 de junio de 2020, p. 5

I Elvis tiene la culpa

Conocí a Carlos Monsiváis en el café Las Américas un día en el que festejaba mi primer y único editorial en el periódico Zócalo, dirigido por el canalla mayor de Alfredo Kawachi.

Kawachi no nos pagaba. Ni siquiera nos daba credencial. “Un buen periodista –sentenciaba– no necesita andarse identificando”. Lo decía para no tener compromisos laborales. Así que 90 por ciento del diario le salía gratuito. Lo hacíamos jóvenes que queríamos tener una oportunidad.

Yo era reportero ahí. Había tenido muchos éxitos gracias, como siempre, a la suerte. Cuando a Raúl López Sánchez, que había sido gobernador de Coahuila y secretario de Marina de Miguel Alemán, le dio un infarto fulminante, escribí un reportaje acompañado de fotos, a pesar de que no habían dejado entrar a ningún periodista al velorio. Yo era amigo de su hijo.

Ese día, en Las Américas celebraba la publicación de mi editorial titulado Mucho auditorio para tan poca gelatina. Elvis Presley había declarado que prefería besar a 10 negras que a una mexicana. Y yo me envolví en la bandera nacional para ponerlo en su lugar. Estaba allí con unos amigos norteños cuando uno de ellos dice: Mira aquél c... que va todo mechudo. Es Carlos Monsiváis.

Lo invitaron a nuestra mesa. Él vino y se sentó. Yo salí con mi domingo siete de que odiaba a Elvis Presley. Y, al parecer, Monsiváis era su admirador. Así que comenzamos a pelear. Mis amigos me pidieron entonces que leyera el artículo. Al concluir dije cosas horrendas del cantante. Monsiváis lo defendió y me atacó. Ésa fue la primera vez que nos vimos.

Tuvimos un segundo pleito por la invasión del ejército soviético a Checoslovaquia. Yo defendía la entrada de los tanques rusos. Monsiváis no se daba cuenta de que los gringos querían rescatar a ese país, tal y como sucedió después. Carlos ya era pacifista. De todas maneras, comenzamos a cruzar simpatías.

Un día le mostré un artículo mío. Yo era consejero universitario y me propuse regresar al plan de estudios la materia de derecho agrario que había quitado Roberto Mantilla Molina, en ese momento secretario general de la UNAM. Escribí en ese texto que en la Universidad vale más el derecho de los mercaderes que el de los campesinos. Se lo pasé a Monsiváis y él se puso a corregirlo. ¡Ponía un tache cada tres palabras!

Era brutalmente solidario. Se echaba mil compromisos encima. A mí siempre me cumplía. Tenías que estar detrás de él. Irte a sentar en la puerta para agarrarlo. Me llegó a hacer favores como dedicarme libros para Margarita López Portillo, a la que vomitaba. Sus dedicatorias eran totalmente etéreas. Decían cosas como: En esta epopeya en la que he visto el pueblo, estoy seguro que X....

II La vida en un telefonazo

Nuestra relación telefónica comenzó desde el principio. En mucho desde que me casé la primera vez. Carlos fue mi testigo de boda. Yo, locuras de esos tiempos, no quise los festejos e hice que mis testigos fueran a la oficina del Registro Civil. Allí estuvieron el gobernador de Coahuila, el entonces secretario de Educación Porfirio Muñoz Ledo y Carlos.

Contraje nupcias un mes antes del 2 de octubre. En el brindis, Carlos les dio a todos los presentes una revolcada. Se crecía. Sí, era tímido. Sí, era huraño. Pero, para él, enfrentar esas situaciones era un reto permanente. Quería vencer su timidez, quería salir. Comenzaba a hablar y hablar y se soltaba. Era desarticulado en la expresión oral. Nunca terminaba las frases. No encontraba la palabra e inventaba una. No era un buen orador. La expresión oral no era lo suyo. Pero, de repente, le salía la puntada y la puntada siempre era muy efectista.

Era 1968 y salíamos juntos a las manifestaciones. Para mí era peligroso ir porque era funcionario de la SEP. Comenzamos a llamarnos por teléfono. También se hablaba mucho con Mabel, mi primera esposa. En 68 ella fue su paño de lágrimas. Carlos lloraba mucho con lo que estaba pasando. La familia de ella era dueña de varios hoteles, del Emporio de aquí y del de Veracruz. “Carlos –le propuso ella al escuchar su dolor–, permíteme que te hospede en el hotel”. Él no aceptó. No tengo miedo. Sí recibí amenazas, pero no tengo miedo. No lloro por mí, le respondió.

Monsiváis sufría y hablaba por teléfono, a veces conmigo y a veces con ella. Pero luego, esas conversaciones se hicieron un asunto de a diario. Lo más grave fue cuando él estaba en el extranjero. No ligaba los horarios. Así que me marcaba a las 5 de la mañana. Quería que le contara en ese instante lo que había pasado en el noticiero de Jacobo Zabludovsky o cosas así. Desde entonces hablamos por teléfono hasta que su salud se lo impidió.

III La franquicia

Cuando el papá de Jesús Salazar Toledano escribió un libro, Chucho nos pidió que lo celebráramos. ¿Por qué no le hacemos una presentación? –propuso. Él no es escritor, pero hacemos una comida. Pero vamos a hacerla formal, con presentadores y todo, propuso.

Entonces se organizó un homenaje multitudinario. Invité como comentaristas del libro a León García Soler –era su amigo– y a Pepe Carreño. El presentador estrella era Carlos Monsiváis. Yo fui el maestro de ceremonias.

Empecé haciendo chistes sobre León y Pepe. Y cuando le tocó a Carlos su turno, anuncié: ahora, nuestro último presentador, el señor Carlos Monsiváis.

Nada más pronunciar su nombre, varios de los invitados comenzaron a protestar jocosamente por su presencia. Me había puesto de acuerdo con ellos para jugarle esa broma.

“Oye, di algo –lo provoqué–. ¿O te vas a quedar nada más así?” Monsiváis sólo sonreía. Presentía que alguna broma más grande se le venía encima.

Seguí hablando. Expliqué que presentar a Monsiváis era un sacrilegio, un absurdo. ¿Quién diablos no conoce a Monsiváis? –le pregunté a la concurrencia–. Si acaso –me seguí de frente– me atrevería a decir de él algunas cosas. ¡Ojalá el Monsiváis que está aquí sea de los mejores Monsiváis que hay! Porque supongo que ustedes saben que no sólo hay un Monsiváis. Hay un consorcio, una franquicia de Monsiváis. Ahora, en lo que nosotros estamos comiendo aquí, hay otro Monsiváis entrevistando a Gloria Trevi y uno más con Los Alegres de Terán. La última vez que se supo de Monsiváis –añadí– fue cuando se metió de lleno en la discusión sobre la homosexualidad en Cuba y los sidatarios, y se disfrazó de una famosa periodista para entrevistar a un grupo de cubanos.

Nada más comenzar su intervención, Carlos comenzó a desquitarse. Dijo que era la primera vez que asistía a la presentación de un libro en la que el maestro de ceremonia hablaba más que los tres presentadores juntos, más que el libro y más que el autor... De ahí se siguió para adelante.

Monsiváis fue haciéndose y puliéndose para ser una leyenda.

Llegó un momento en el que la gente consideraba que todo lo que dijera Monsiváis era una gran verdad, una gran ironía, un sarcasmo, un destello de inteligencia amontonado. Así se le veía. Así se forjó su leyenda.