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¿La fiesta en paz?

El Pana, perenne denuncia // Después de la plandemia, ¿misma oferta de espectáculo?

Y

a cuatro años de que se nos adelantó Rodolfo Rodríguez El Pana. Unos antes y otros después, pobres o ricos, con o sin epidemias, guerras o hambrunas, renombre o anonimato, nadie sale vivo de este planeta, por lo que el sentido que encontremos a nuestra existencia determina si supimos honrar la vida en nuestros términos. Como siempre, la necrofilia –admirar a la persona después de muerta, luego de relegarla en vida– como sustituto conveniente de un asomo de análisis.

Que Rodolfo no llegó a figura de los ruedos porque se fue de la boca, denunciando en su momento a cuantos le cerraban las puertas en lugar de callar, como se acostumbra; que por haber hablado mal de los mandones; que le ganaron el alcohol, las mujeres y la mala vida en vez de las virtudes; que desaprovechó oportunidades; que no se dejaba apoderar; que era impredecible, antojadizo, iracundo, acomplejado y otros calificativos, pues ya se sabe que los taurinos son muy serios en sus cosas.

Pero El Pana, luego de la memorable tarde de su despedida en la Plaza México, ante dos bravos toros de Javier Garfias a los que cuajó rotundos trasteos, reflejo de su sólida tauromaquia y expresión privilegiada, debió seguir batallando, primero con un sistema taurino y después con sus adicciones, mientras criterios obtusos desaprovechaban, de nueva cuenta, su talento torero que, a más de histriónico seducía multitudes delante de los toros. ¡Salud siempre, entrañable artista!, y que mexhincados y positivos falsos te sigan elogiando… después de muerto.

El ninguneado público que se reflejaba en El Pana dejó de asistir a las plazas, al sentir que la dignidad animal del toro de lidia y la dignidad humana de los toreros eran degradadas y que lo que fue imaginación e incluso drama, devenía insulsa diversión, tan monótona como predecible, a cargo de diestros sin expresión ni capacidad de convocatoria. Para colmo, a los que dicen arriesgar su dinero, no les preocupan unos tendidos semivacíos ni fomentar la pasión en los ruedos.

Sus motivos tendrán.

En la autorregulación, uno de los soportes del neoliberalismo, las empresas se regulan a sí mismas a partir de la obtención opaca de utilidades, eludiendo la profesionalización de su actividad, el compromiso con la tradición taurina y con el público y un mínimo de responsabilidad histórico-social. A ello se añaden autoridades a modo para vigilar a los autorregulados. Cabría hablar de autorregulación si la fiesta de toros estuviera en auge, pero hace décadas sucede todo lo contrario.

La nueva empresa del coso de Insurgentes –dueña de las principales plazas del país y que mangonea el espectáculo desde 1965–, en cuatro años de caprichosa gestión sigue apostando por la autorregulación sin rigor de resultados, la dependencia de España, reses de reconocida mansedumbre, una sometida y manirrota autoridad ante la falta de apoyo de la alcaldía Benito Juárez más una comisión taurina decorativa, una crítica especializada en adular y un público que dejó de asistir a la plaza y que, cuando medio se anima a asistir, aguanta y aplaude lo que sea.

El peor enemigo de la tradición taurina de México no es el antitaurinismo ni la autoridad omisa o doblegada ni otra ocasional plandemia, sino la inexcusable simulación de una fiesta brava sin bravura y sin voluntad de estimular a diestros que apasionen, como El Pana. Pronto veremos si la empresa de la Plaza México y otras empresas menores con el mismo esquema, consiguen enderezar un barco que ellas mismas se han encargado de echar a pique.