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¿Desarrollo? ¿De qué? ¿Para qué?
L

o sabemos, nuestro lenguaje condiciona nuestra idea del mundo, nuestra concepción del planeta, y por tanto nuestra vida. Pero como ha dicho un escritor a quien ahora olvido, algunas palabras se introducen en nuestra vida como anzuelos, las tragamos inadvertidamente, sin reflexión, y determinan en buena medida nuestro actuar.

Como consecuencia de las crisis generadas por el coronavirus, han subido a la palestra, con gran estruendo y su paupérrimo lenguaje, los señores del gran dinero, los capitalistas, y sus teóricos, los economistas, clamando por abrir los negocios, reabrir la economía, para garantizar el desarrollo o por lo menos evitar más subdesarrollo (así, como sustantivos). A ocho columnas y en espacios privilegiados de la radio y la televisión se publican toda clase cálculos y pronósticos inútiles acerca de la medición de ese desarrollo por medio del PIB y sus variaciones.

La palabra desarrollo ha cumplido, y cumple hoy, importantes funciones ideológicas y políticas, enmascaradas, solapadas, por el empeño de los economistas de hacer de dicha palabra un concepto técnico o científico.

El carácter ideológico de la noción de desarrollo ha sido exhibido desde hace tiempo por una gran diversidad de analistas y pensadores. Recuerdo ahora el magnífico texto de Celso Furtado, brillante científico social y político brasileño, titulado El desarrollo económico, un mito, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1975.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, el mundo estaba constituido por metrópolis, colonias y otros países, muchos, considerados en general como primitivos, atrasados o exóticos. Pero la triunfante lucha contra el fascismo y el nazismo, a nombre de la libertad, hacía inadecuado el viejo mundo colonial, generándose un amplio movimiento de descolonización. Las antiguas metrópolis y su aliado, Estados Unidos, decidieron autoproclamarse como países desarrollados, y el resto del mundo, las colonias y los demás, pasaron a ser países subdesarrollados, con lo cual se daba plena legitimidad a las nuevas relaciones de poder y de comercio explotador.

Esta nueva descripción discriminatoria, histórica y ofensiva del mundo, se convirtió desde el inicio de la segunda mitad del siglo XX en el elemento central de la ideología dominante, difundida e impuesta por los organismos internacionales creados para operar el nuevo orden internacional y por poderosos gobiernos como el de Estados Unidos, Francia e Inglaterra. Con lucidez, de manera pronta, Octavio Paz denunció la maniobra ideológica, lo dijo de manera insuperable:

“... cada vez que los europeos y sus descendientes de América del Norte han tropezado con otras culturas y civilizaciones las han llamado invariablemente atrasadas. No es la primera vez que una civilización impone sus ideas e instituciones a otros pueblos, pero sí es la primera que, en lugar de proponer un principio atemporal, se postula como ideal universal al tiempo y a sus cambios... Occidente se ha identificado con el tiempo y no hay otra modernidad que la de Occidente. Apenas si quedan bárbaros, infieles, gentiles inmundos; mejor dicho, los nuevos paganos... se encuentran por millones, pero se llaman (nos llamamos) subdesarrollados... El adjetivo subdesarrollado –continúa Paz– pertenece al lenguaje castrado y anémico de las Naciones Unidas. Es un eufemismo de la expresión que todos usaban hasta hace algunos años: nación atrasada. El vocablo no posee ningún significado preciso en los campos de la antropología y la historia; no es un término científico, sino burocrático. A pesar de su vaguedad intelectual, o tal vez a causa de ella, es palabra predilecta de economistas y sociólogos. Al amparo de su ambigüedad se deslizan dos seudoideas, dos supersticiones igualmente nefastas: la primera es dar por sentado que existe sólo una civilización o que las distintas civilizaciones pueden reducirse a un modelo único, la civilización occidental moderna; la otra es creer que los cambios de las sociedades y culturas son lineales, progresivos y que en consecuencia pueden medirse. Este segundo error es gravísimo: si efectivamente pudiésemos cuantificar y formalizar los fenómenos sociales, desde la economía hasta el arte, la religión y el erotismo, las llamadas ciencias sociales serían como la física, la química o la biología. Todos sabemos que no es así”.

Concluye Paz: Con el pretexto de acabar con nuestro subdesarrollo, en las últimas décadas hemos sido testigos de una progresiva degradación de nuestro estilo de vida y de nuestra cultura. El sufrimiento ha sido grande y las pérdidas más ciertas que las ganancias. No hay ninguna nostalgia oscurantista en lo que digo, en realidad los únicos oscurantistas son los que cultivan la superstición del progreso cueste lo que cueste.

Enfrentar los retos humanos, sociales, culturales y materiales, las consecuencias inevitables del coronavirus, exige superar la estrecha y falsa visión del mundo impuesta por el capitalismo y sus teóricos profesantes de la ciencia económica. Es apremiante desarrollar un nuevo lenguaje para identificar y promover acciones y estructuras necesarias para impulsar el desarrollo necesario: el de las culturas, las formas de vida y el bienestar de los pueblos devastados, y cada vez más amenazados por los afanes del desarrollo del capital y sus ganancias, subido a los altares como El Desarrollo.