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Mar de historias

Ellos también...

D

esde que apareció el virus creo que estamos viviendo en otro mundo. Nos sentimos más vulnerables e indefensos. Tenemos nuevos temores y una distinta noción del peligro; tal vez por eso hay momentos en que actuamos de manera extraña o tomamos en consideración situaciones que nunca antes habíamos previsto. Lo pensé a raíz de la llamada que me hizo anoche Ligia. Somos amigas desde que entramos a la facultad y ahora nos vemos como hermanas. Lo compartimos todo, aunque Ligia, desde hace años, dejó de vivir en la ciudad.

Durante unas vacaciones que pasó en Taxco, mi amiga conoció a Jack Hunter: un encanto de hombre, aunque mucho mayor que ella. Se casaron. El suyo fue un buen matrimonio, aunque relativamente breve a causa de los problemas cardiacos que padecía Jack. Ligia quedó sola, sin hijos, a cargo de un pequeño hostal que le da para vivir con Poncio. Es un perro negro, lanudo, que tiene un ojo negro y otro azul.

Al cabo de los años, Poncio se ha convertido en la adoración de Ligia. Con frecuencia las gracias, los progresos y las travesuras del perro ocupan buena parte de nuestras conversaciones. La de anoche no fue una excepción, sólo que desde un enfoque completamente distinto e inesperado.

II

A partir de que llegó la pandemia Ligia y yo nos comunicamos a diario, casi siempre por la mañana, pero ayer lo hizo también por la noche. Temí que se sintiera mal. Me dijo que ella estaba muy bien, pero el negocio no: al cabo de dos meses sin un sólo huésped se había visto en la necesidad de despedir al personal hasta que todo se normalizara –y eso quién sabe cuándo ocurriría.

Fue fácil adivinar las pésimas consecuencias de esa situación y, sin embargo, para quitarle dramatismo al momento, estúpidamente le dije a mi amiga: “Mira el lado bueno a la cosa. Piensa que ahora, sin tanto trabajo, dispones de más tiempo para disfrutar a tu Poncio.

Me confesó que estaba preocupada por él. Pregunté si había vuelto a lastimarse la patita. No era eso. Entonces, ¿cuál era el motivo de su intranquilidad? A partir de ese momento nuestra conversación se transformó en un breve monólogo a cargo de Ligia.

III

–Dirás que estoy exagerando, pero entre los papeles más importantes que guardo se encuentra el acta de adopción de Poncio. Está fechada el 11 de marzo de 2006. En aquel momento ni en sueños pensé que íbamos a vivir juntos l4 años. Desde el primer día en mi casa –recuerdo que fue un domingo– poco a poco ha ido cobrando importancia y espacio en mi vida. No la imagino sin Poncio y menos cuando se ha convertido en prácticamente mi única compañía. Me sigue a todos lados, pero en cuanto oye ladrar a otros perros corre al portón, les responde y salta como si quisiera jugar con ellos. Si estás pensando que exagero al describirte a Poncio como un ángel de bondad, te doy la razón. A veces su conducta es muy reprobable: destroza las servilletas, se come mis medias y cuando trabajo, si quiere que me ponga a jugar con él, gime, ladra con energía o me toca la rodilla con su naricita húmeda. Entonces, por más que quiera hacerme la indiferente dejo lo que esté haciendo y me levanto para acariciarle las orejas. No le basta con esa muestra de cariño: se tira al suelo con las patas para arriba y me deja rascarle el pecho y la barriga. Son momentos muy gratos en que olvido todos mis problemas. Te dije que no imagino mi vida sin Poncio y tampoco la suya sin mí o sin alguien...

Ligia se interrumpió abruptamente. Sentí que gemía, pero no quise frenar su desahogo y esperé hasta que recobrara la serenidad y me diera una explicación.

IV

–Ligia, necesito que me digas qué te está pasando, a qué viene tu inquietud. Te conozco, sé que estás triste. ¿Dime por qué?

–Ocurrió algo muy feo, que me hizo pensar en...

–¿A qué te refieres cuando dices algo muy feo?

–Recibí un mensaje de Cosme, el que fue jardinero del hostal, diciéndome que su padre había muerto en su casa acompañado nada más por su perro. Como el señor vivía muy aislado, a orillas del pueblo, nadie se enteró de su muerte ni escuchó los aullidos del perro que después murió junto a su cama. Cosme no me lo aclaró, pero imagino que de hambre.

–Es una historia espantosa, tristísima. Imagino que Cosme estará hecho pedazos.

–Sí, debe estar sufriendo mucho. Me gustaría hablarle, consolarlo, pero no he podido comunicarme con él. No tengo ningún contacto con su familia y por eso no hay manera de saber nada. Confío en que me mande otro mensaje; si no lo hace, tendré que esperar a que este infierno acabe y a que él pueda volver al trabajo conmigo.

–Sé lo mucho que aprecias a Cosme. Entiendo que lo que le sucedió te esté afectando tanto.

–No sólo eso, también me hizo pensar en el futuro de Poncio. Si me sucede algo, si por desgracia me contagio, ¿qué pasará con él? Tal vez muera de hambre, pero también podría morir de soledad.

–En estos momentos no deberías pensar en esas cosas. Con todo lo que está sucediendo creo que ya tienes bastantes motivos para sentirte mal.

–Si hubieras convivido con Poncio tantos años como yo, entenderías mejor mi preocupación.

–Ya que tocaste el tema, me gustaría que tomaras en cuenta una cosa. Poncio ya es viejo. No dudo que todavía vivirá algunos años, pero luego, como es natural...

–Sí, ya sé: morirá. Espero que vaya al cielo de los perros.

–¿Por qué dices eso?

–Cuando era niña y perdí a Esigual, mi madre me consoló diciéndome que no debía llorar porque mi mascota se había ido al cielo de los perros. ¿Crees que exista?